En la medida que el sistema de libertades y derechos que gozamos actualmente es producto de siglos de luchas y conquistas frente al poder, es preciso tener en cuenta que la élite política nunca atentará contra sus intereses si no está obligada a hacerlo. Más bien se opondrán ante cualquier medida que, aunque necesaria, les limite, y lo harán a través de mitos, lugares comunes y mentiras. Por ello, cualquier análisis que busque un cambio deberá cuestionarlo todo – iniciando por los lugares comunes.
Tomemos el tema de la permanencia de cacicazgos en cargos de poder, donde unas cuantas familias se rotan en cargos de elección. Como mostró el pasado miércoles el periodista Salvador Camarena en su columna “El desaire y la casta privilegiada”, tres de los liderazgos que desairaron el domingo pasado a la presidenta en su mitin llevan años muchos años acumulados en el Congreso de la Unión: Monreal lleva 21, Manuel Velasco 15 y Adán Augusto 8. ¿Cuál es lavase de su poder?
En su texto, Camarena cita un análisis impecable del periodista Esteban David Rodríguez, quien señaló que, durante los 84 años de prohibición de la reelección legislativa continua, 98 familias tuvieron el control de 509 posiciones federales, 63 de ellas con participación en las cámaras de entre 9 y 19 años, y 37 con presencia de entre 21 y 51 años en el Congreso de la Unión.
El análisis que hizo Rodríguez es impecable, pero su diagnóstico erró por maniqueo: se reducía a decir que, sin reelección inmediata estas familias tenían el control del Congreso, restaurar la reelección inmediata les daría control total sobre los accesos a cargos de representación. Por lo tanto, con toda candidez, terminaba afirmando que, cuando tengamos una clase política buena y autorestringida, podríamos ahora sí votar por su reelección.
Entonces, si la restauración de la reelección inmediata les beneficiaba, como afirma Rodríguez, ¿por qué con tanta facilidad votaron por volverla a prohibir? Porque su poder se fundamenta justamente en el control sobre el acceso a las candidaturas gracias a la no reelección inmediata. Por eso durante muchos años los políticos más caciquiles eran los que más se oponían a esta reforma, diciendo que la continuidad fortalecería a los cacicazgos. El problema es que no se cuestionó esto con seriedad.
Más allá de que el debate sobre volver a prohibir la reelección se redujo a mitos y lugares comunes que habían quedado desacreditados desde 2014, y lo absurdo que es haber dicho que esta medida fracasó con solo dos rondas de aplicación a nivel federal y tazas de reelección que no rebasaron el 30%, el dejar que haya cargos que tengan bases electorales propias a partir de su desempeño es veneno para los caciques: si controlan, digamos, los accesos para diputaciones federales y locales, alcaldías y a menudo hasta gubernaturas, los efectos de la posibilidad de reelección les quitan gradualmente cotos de poder.
Naturalmente, la reelección en sí no basta, pero era el inicio. El reto es quitarle más control vertical a las dirigencias partidistas, generando presiones para que se adopten mecanismos más horizontales para la toma de decisiones, fiscalización y quitar el candado que se habían puesto en el artículo 59, que les daba mano en los procesos de selección de candidaturas. Además, sus efectos fueron positivos: el porcentaje de éxito era de 70%, lejos de la caricatura que había dibujado la clase política y esa permanencia abonaba a la institucionalización interna de las Cámaras.
Lamentablemente, al eliminar por segunda vez la reelección inmediata, tendremos una clase política aún más caciquil: con el PRI, había instituciones que de cierta forma fomentaban una rotación de cuadros. Al contrario, la actual coalición de gobierno dará grupos de poder más independientes y recelosos de sus cotos. Eso hará que, al menos en el mediano plazo, sea más difícil abrir el debate sobre la democratización en sus términos reales.
Pero bueno, eso pasa cuando no se asumen las discusiones públicas desde todas sus aristas.