Antes que nada, es de reconocer la capacidad organizativa y de movilización de quienes organizaron las concentraciones del domingo pasado en defensa de la democracia, y es obligado defender cualquier esfuerzo similar, se comulgue o no con las causas mientras persigan fines lícitos.
Dicho lo anterior, y en el afán de evitar triunfalismos y cálculos alegres, es necesario adoptar una posición realista: desde al menos 1988 las movilizaciones al zócalo se han usado como muestra de “músculo” político y, salvo contadas ocasiones, casi nunca se logra un cambio de gobierno. ¿Qué se necesitaría para que lo ocurrido hace unos días sea la base de una excepción más?
Para empezar, hablar de “ciudadanía” es recurrir a un término un tanto cuanto ficticio, usado para generar una idea de colectividad. Así es, tal y como hacen en el otro extremo con la palabra “pueblo”. ¿A qué voy? A que se ha romantizado una palabra que implica la titularidad de derechos, obligaciones y responsabilidad, convirtiéndola en sinónimo de “somos los buenos y ellos son los malos”.
No por haber una marcha “ciudadana” significa que triunfará, o que quienes participan en ésta tienen virtudes distintas. Es más, si devolvemos a la palabra su verdadero significado, hay que dudar de absolutamente todo como sistema – empezando por lo que nos gustaría creer. En esa dinámica, hay varios elementos que no llevan al optimismo.
Por ejemplo, las movilizaciones requieren organización, espíritu de cuerpo, liderazgos y cohesión si desean ir más allá de un mero ritual de identificación colectiva con alguna causa determinada. Lamentablemente se muestra una brecha enorme entre esa idea ciudadana de defender y tener la capacidad de promover algo en concreto. Además, el mensaje fundamentalmente reactivo sigue los métodos de movilización del presidente, colocándose en su lado de la cancha.
La capacidad de la ola rosa de penetrar en territorio guinda disminuye si recurren a personajes que el presidente ha convertido en sus personas de paja para atacar en sus mañaneras, o se afanan en caber en los estereotipos que les atribuye López Obrador. Y no es que sea malo que se vistan como deseen o se bañen diario: no se trata de mantener movilizadas a las personas que odian al tabasqueño, sino de alcanzar mayorías para los distintos cargos.
Esto lleva a otro tema: definitivamente las iniciativas del presidente implican un retroceso y el presidente miente y exagera para promoverlas. Sin embargo, son comprensibles, creíbles y emocionantes para la mayoría de la gente. Sobre todo, recurre a agravios que todavía movilizan a las masas después de casi dos décadas, como el supuesto fraude de 2006. No entender esta narrativa puede mantener a los defensores de la democracia en una posición minoritaria.
¿Qué hacer? Hoy, poca cosa: el trabajo de fondo debió haber iniciado en 2019. Ayudaría mucho iniciar por recuperar la credibilidad ante un público ajeno a las gradas propias, pero para ello se requiere autocrítica. Por ejemplo, ¿cómo defender un conjunto de instituciones que a partir de 2007 se convirtieron en garantes de un oligopolio cerrado y poco competitivo llamado “partidos políticos”?
Segundo lugar, hay que representar algo concreto y atractivo en el imaginario: no basta con gritar, lanzar HT “pegadores”, envalentonarse en redes sociales o marchar. Porque si no se tiene eso, las movilizaciones dejarán de hacerse a favor de vaguedades, decantándose en un anti obradorismo. Y llegados a ese punto, abonarán a un golpe de péndulo, no al relanzamiento de un proyecto democrático.