Es casi imposible calificar el desempeño de un órgano legislativo, más allá de criterios como transparencia, modernización de procesos internos, calidad de elaboración de iniciativas en cuanto a técnica legislativa y estudios de impacto presupuestal, o grado de institucionalización. Por ejemplo, es absurdo medir el desempeño a partir de iniciativas presentadas o aprobadas.
El pasado miércoles 3, el diario Milenio publicó una nota donde muestra que en la Cámara de Diputados hay 4647 proyectos sin dictaminar de 2018 a hoy. Sí, suena francamente escandaloso, pero ¿vale la pena hacer algo? Si esto no es indicador alguno sobre el desempeño, ¿en qué elementos deberíamos fijarnos o cómo deberíamos exigir cuentas?
Para empezar, el Congreso de la Unión opera a través del consenso entre los diversos grupos parlamentarios, lo cual implica que toda iniciativa debe contar con la mayoría requerida de votos en ambas cámaras. Solamente en el ejecutivo puede haber criterios de desempeño medibles y comparables.
Si se necesitan mayorías y consensos, hay iniciativas que pueden ganar apoyo fácilmente y otras que serán políticamente controversiales. En ese sentido, todos los órganos legislativos del mundo dan prioridad a los proyectos del gobierno. La razón: es en el ejecutivo donde se tienen, idealmente, burocracias profesionalizadas que presentarían proyectos técnicamente sólidos.
Al contrario, puede ser muy complicado que prosperen iniciativas de personas legisladoras. Cierto, hay algunas que ingresan a cargos de representación con una agenda a desarrollar, como en su momento fue Rosy Orozco con trata o Laura Ballesteros con el tema de movilidad cuando fue diputada por Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Sin embargo, son una minoría: el resto cumplen con otras funciones dentro de la asamblea, como negociación dentro de los grupos parlamentarios, labores de Mesa Directiva o atención a comisiones.
Entonces, ¿qué pasa con los miles de iniciativas que no se dictaminan? Como en el resto del mundo, la mayoría se presentan con fines tácticos. Es decir, hay un interés por posicionar un tema, presentar una alternativa a otra iniciativa o incluso mostrarle a la ciudadanía del distrito que se está haciendo algo por ellas. Lo anterior puede significar que las personas promoventes no tienen un staff con habilidades técnicas adecuadas o carecen del peso al interior de su grupo parlamentario para llevar adelante sus proyectos. Incluso es posible que presenten iniciativas premeditadamente malas, pero hechas con el objetivo de ganar la nota del día.
¿Es malo lo que acabo de poner? En realidad, no: más bien es realismo. ¿Se debería hacer algo? Tampoco: si esas iniciativas persiguen fines tácticos, basta con que las comisiones no las dictaminen y precluyan. Malo sería que se dictaminasen absolutamente todas, lo cual sería una pérdida de tiempo considerable, toda vez que consume el mismo tiempo atender proyectos desechables que los que puedan ser rescatables. En pocas palabras, la “congeladora” es el recurso parlamentario más sabio.
¿Qué hacer? Se puede presionar por fortalecer los servicios de asesoría parlamentaria profesionalizados para los centros de estudio y bancadas. Eso se está haciendo ya en la Cámara de Diputados, y esperemos que la restauración de la reelección legislativa, con sus exigencias para la profesionalización, ayude a que el Senado retome sus normas de servicio parlamentario de carrera.
¿Y la ciudadanía? Podríamos tomar con su debido criterio a los esfuerzos de “observatorios” que, al evaluar a través de criterios cuantitativos, parten del total desconocimiento de cómo funciona un órgano legislativo. También es importante que pongamos atención a los temas que a cada quién nos importan: así podremos generar un entorno de discusión. O como diría el filósofo y compositor estadounidense Frank Zappa, la democracia no funciona a menos que nos involucremos.