Sinceramente, intentar la reelección como presidente de Estados Unidos a los 81 años, era una locura. Sin embargo, daba la impresión de que el único que no se había enterado ni quería enterarse de ello, era el propio interesado. Oficialmente Joe Biden está fuera de la carrera presidencial, dando inicio a un proceso en el que será fundamental saber quién será el o la elegida por el Partido Demócrata. Aunque esto no importará mucho, ya que realmente conseguir la victoria resulta una travesía bastante difícil, sino es que casi imposible. Por si algo le faltaba al éxito y empuje obtenido por Trump tras los hechos recientes, la salida del todavía presidente y principal contendiente demócrata no podría serle más favorable. De lo sucedido se pueden sacar dos lecciones: una cosa es ser viejo y otra cosa es la decrepitud que la vejez trae consigo. Lo que todos hemos podido ver no se trata de un hombre mayor, sino los efectos que la vejez puede producir en nuestros movimientos, en nuestro comportamiento y la resistencia que puede producir no el esfuerzo de seguir intentándolo, sino la resistencia que naturalmente surge cuando alguien quiere hacerlo todo simplemente porque así lo desea.
Cuando Víctor Hugo escribió Los Miserables, el mundo no tenía la complejidad, las crisis, la tecnología ni las características únicas y particulares que están definiendo nuestra época. Lo que sí había en sus tiempos era un sector de la población –que además era la mayoría– al margen del círculo del desarrollo y, por lo tanto, de la esperanza. Lo que ha pasado con la llamada América profunda es la creación de una nueva legión de miserables. Por eso, es importante reseñar e indicar que todo lo que está pasando ahora es una actualización y el reflejo de problemas que durante mucho tiempo hemos tenido y que, por una u otra razón, no hemos querido ver.
Si uno analiza con cuidado los 39 años de vida del aspirante a vicepresidente de Donald Trump, James David Vance, se dará cuenta de que el recorrido del llamado “cinturón del óxido” –es decir, lo que queda de la desaparición de la América industrial en los estados de Ohio, Pensilvania Michigan, Virginia, entre otros– corresponde a sitios donde predomina toda una generación blanca, de excluidos y en los que realmente se han encendido todos los focos rojos de la supervivencia de un país.
La llamada Rust Belt no es como otras regiones de Estados Unidos donde predominan los vándalos, inmigrantes ilegales o destructores sociales, sino que, esta serie de estados, en los que también figuran sitios claves de la estructura socioeconómica estadounidense, como Nueva York o Illinois, está compuesta por ciudadanos egresados de las universidades más prestigiosas del país y por empresarios de las esferas económicas más altas.
Hace mucho tiempo que se hicieron populares las historias de los “muertos vivientes” o también conocidos como “zombies”, siendo William Seabrok quien popularizó este término después de un viaje a Haití en 1927. Hoy, esta aparentemente idílica región se ha convertido en una de las zonas con mayores porcentajes de muertes por sobredosis de fentanilo, viendo en muchos de sus ciudadanos la popular imagen de los zombies.
Gran parte del impacto de la primera gran crisis estadounidense –la de 1929 y el impacto sociológico en la reconstrucción del país que supuso el New Deal de Franklin Delano Roosevelt– fue porque, frente a una crisis de los valores y las reglas del mercado que controlaban el tejido social e industrial, se tuvo que producir toda la fuerza de un estado. Y esto se hizo para poder imponer, desde el gobierno, la creación de un futuro basado en la fortaleza industrial.
Con la primera burbuja de internet comenzó la muerte acelerada de las grandes compañías industriales estadounidenses. En la década de los años 80 y de los 90 no hubo ningún proyecto importante en el mundo que no tuviera dentro de los ofertantes y los ejecutantes nombres como el de Halliburton, Bechtel o como el de otros grandes consorcios industriales que –pese al declive militar y especulativo financiero que se había instalado en los hábitos de control de la economía estadounidense– seguían teniendo una enorme importancia. Estas empresas daban trabajo, estabilidad económica a las familias, esperanza, fe y mucha caridad para los miserables de la época en un camino que buscaba crear el desarrollo sobre la base de asegurar que aquellos que no tenían nada pudieran tener algo y de esta manera evitar un levantamiento.
La primera burbuja de internet empezó a producir una crisis doble; por una parte, la mutación de las industrias, las capacidades y las valoraciones sobre qué compañías eran las que creaban y administraban la capacidad industrial de Estados Unidos. Por otra parte, el despertar y la industrialización de China junto con el aprovechamiento en cantidades ingentes e industriales de las oportunidades de mover para la manufactura las correspondientes industrias de Estados Unidos a Asia, motivo que poco a poco el hierro de Pittsburgh y las necesidades industriales del llamado “cinturón del óxido” diera un fiel reflejo de lo que significaba haber perdido no sólo un trabajo, sino un lugar, una importancia y sobre todo una necesidad de cuidarlos. No fue hasta que, en 2016, Donald Trump, curiosamente un especulador inmobiliario de la ciudad de Nueva York, se dio cuenta de que la victoria podía estar no en las dos costas –California y Nueva York– sino en los estados con un mayor número de colegios electorales dentro de la propia región del “cinturón del óxido”.
Mientras esto sucedía, también en 2016, un egresado de Yale estaba publicando un libro que ayudaría entender el triunfo de Donald Trump. JD Vance, al igual que muchos estadounidenses, creció bajo condiciones poco deseables. Con una niñez marcada por la pobreza, con una mamá adicta a las drogas y criado por sus abuelos, el actual candidato de Trump por la vicepresidencia de Estados Unidos inició su carrera política cuando en 2003 decidió enlistarse como marine, siendo hoy el primer veterano marine en ser nominado a vicepresidente. Después de su experiencia en Irak, consecuencia de la invasión decretada por George W. Bush y sobre todo por Dick Cheney –que curiosamente venía de ser CEO de Halliburton– JD Vance vio en primera persona la capacidad de destrucción de su país. Pocas personas mejor que él representan lo que fue vivir y crecer en la otra parte del “cinturón del óxido”, en esa que está caracterizada por la pobreza y la drogadicción. Tanto así que incluso el Washington Post lo llegó a catalogar como “la voz del cinturón del óxido”.
Vance es un personaje que se ha atrevido a casi todo, incluso llegó a referirse a Donald Trump como un desastre moral y a catalogarlo como el “Hitler de América”. Además de eso, su libro Hillbilly, una elegía rural habla acerca de su propia historia y de todos aquellos ciudadanos estadounidenses que son víctimas de sus realidades y contextos. Un texto que, sin darse cuenta, coincidió con la confabulación de distintas crisis sociales en gran parte precipitadas por el nombramiento y la elección de Barack Obama como el primer presidente afroamericano de la historia estadounidense. Era cuestión de tiempo para que, así como el asesinato de George Floyd desató el movimiento de Black lives matter, la idea de que también las “white lives matter” se impusiera en territorio estadounidense.
Hoy, los dueños históricos, los blancos del “cinturón del óxido” están en proceso de eliminación, primero, por su fracaso social. Y, segundo, porque la transformación industrial de Estados Unidos –debido a la migración de las principales industrias fuera de su territorio y esa mutación del poder basado exclusivamente en tecnología y capacidad financiera– los ha exiliado y los ha dejado sin la herencia industrial y productiva que había perdurado por múltiples generaciones. Pero no sólo eso, sino que también fueron despojados de contar con la posibilidad de construir una vida basada en el trabajo y el desarrollo, convirtiendo esa región en una caracterizada por la destrucción que produce el abuso de las drogas, la desintegración familiar y la falta de cualquier señal de esperanza de esa minoría –que un día fue mayoría– y que se caracteriza por tener la piel blanca.
Estados Unidos ya ha sido testigo de la experiencia sanguinaria de las plantaciones, la esclavitud y de hechos sociales lamentables que desatan movimientos como el Black lives matter. Ahora está atestiguando la paranoia y la irrealidad que significa ser enemigos de los inmigrantes siendo un país de migrantes. Ahora vuelve Donald Trump por las mismas claves y temas que en una ocasión ya lo llevaron a ocupar la Casa Blanca.
Como gran ejecutivo que Trump fue y es, su capacidad empresarial es algo que le ha facilitado su camino de vuelta a ganar la Presidencia estadounidense. Recientemente ha logrado la participación y apoyo de directores como Joe Lonsdale o Peter Thiel y empresas como Palantir –que a su vez es uno de los principales contratistas del Pentágono en temas tecnológicos y de inteligencia artificial, con aplicaciones de uso militar– que a su vez provocan un cambio en las reglas del juego. Desde el mes pasado, el comité de acción política de Donald Trump ha logrado levantar más de 8.7 millones de dólares con apoyos de personajes tan importantes como Peter Thiel, Joe Lonsdale, Marc Andreessen y Ben Horowitz –fundadores de Andreessen Horowitz– o como Doug Leone, quien es fundador de Sequoia Capital, estas últimas siendo dos de las empresas de capital de riesgo más importantes de Estados Unidos.
La decisión tomada de usar todas las armas de Estados Unidos contra los cárteles mexicanos está motivando un cambio de cultura y un cambio de responsables en lo que significa la dirección política nacional. No hay que olvidar que ya en el pasado George H. Bush eligió a un joven político, Dan Quayle, como su vicepresidente. Sin embargo, Quayle no tenía ni la preparación ni la vida ni los elementos de supervivencia que tiene JD Vance. Pero, lo más importante, Quayle no tenía las relaciones que Vance tiene con la industria de vanguardia tecnológica puesta al servicio de las necesidades militares.