La historia de México señala que el poder real del presidente de la República decae rápidamente tras el proceso electoral en el que se define al sucesor o ahora sucesora.
Sin embargo, el presidente constitucional lo sigue siendo hasta el último día de su mandato.
Hemos tenido en el país procesos de transición sumamente tersos y otros que han sido tremendamente accidentados.
De los últimos, le recuerdo que por ejemplo la gran expropiación de tierras ocurrió en noviembre de 1976, cuando le quedaban a Luis Echeverría menos de dos semanas de gobierno.
No puede olvidarse la expropiación de la banca privada en 1982, realizada por López Portillo, cuando faltaban tres meses de gobierno.
Tampoco puede omitirse la determinación del presidente Salinas y su equipo de no devaluar el peso, en una célebre reunión realizada el 20 de noviembre de 1994, faltando 10 días de gobierno.
El caso de Enrique Peña fue exactamente al revés. Al darle todo el espacio a quien lo sucedería tras el triunfo en las elecciones del 1 de julio de 2018, fue López Obrador quien tomó la decisión de cancelar el proyecto para el aeropuerto de Texcoco, lo que anunció el 29 de octubre de 2018, faltando un mes y 12 días de la administración de Peña Nieto.
Refiero los hechos anteriores como muestra de que los periodos de transición en México pueden traer consigo sobresaltos.
Son momentos delicados en los que se requiere un gran equilibrio para evitar que el mandatario en funciones pretenda dejar su impronta con alguna decisión de última hora. O que actúe para bloquear iniciativas del nuevo gobierno. O bien que quien será la cabeza de la administración entrante, pretenda incidir en la marcha del país, como lo hizo AMLO con la anuencia de Peña Nieto.
En diversos espacios y foros se ha calificado ya a la reforma constitucional al sistema judicial que ha planteado López Obrador como el “error de septiembre”, haciendo la analogía con los hechos de 1994, que trajeron el “error de diciembre”.
Creo que, si en el mundo empresarial y financiero se considerara inevitable un trastocamiento mayor del Poder Judicial, nuestra moneda no estaría cotizando en los 17.97 pesos por dólar, sino mucho más alto.
Pero, al mismo tiempo, no existe ningún indicio firme de que haya algún cambio de señal: todo indica que la reforma constitucional para elegir a jueces, ministros y magistrados será aprobada.
¿Qué puede causar esta, para algunos, sorpresiva apreciación de nuestra moneda?
Que aún con el proceso de elección como el elemento inamovible de la reforma, haya fórmulas posibles que limiten el impacto negativo que estos cambios puedan traer consigo al sistema de justicia en México.
Para ser claros. No es deseable la reforma. Pero, dado el poder que aún conserva el presidente López Obrador, y la voluntad que tiene de que esa reforma constitucional se realice, parece ser altamente improbable detenerla.
¿Qué opciones hay entonces?
Lograr que el texto que se establezca en la Constitución y en las leyes que serán reformadas, garantice que la formación de los juzgadores de todos los niveles (de jueces a ministros) asegure que el sistema de justicia siga funcionando razonablemente.
Y que, aún tocado con el pecado original de llegar a los cargos por votación popular y no por méritos en cuanto a conocimiento y capacidades, se mantenga un razonable nivel de independencia que no convierta a los tribunales en meros operadores de las decisiones del Ejecutivo.
¿Será posible ello? No lo sé.
Pero creo que la alternativa, que es el todo o nada, es peor que la búsqueda de esa opción que nos evite el temido “error de septiembre”.