Por muchos años, el ‘santo grial’ del crecimiento económico fue alcanzar una proporción de la inversión bruta fija respecto al PIB de 25 por ciento.
Esa fue la gran meta desde principios de siglo.
Las instituciones multilaterales como el FMI o el Banco Mundial; las universidades e instituciones académicas; los bancos y consultores, todos señalaban que el crecimiento sostenido de la economía se daría cuando llegáramos a esa cifra del 25 por ciento como piso.
En 1993, el año en el que comienzan las series comparables producidas por el INEGI, la proporción era del 20.9 por ciento.
Tras un largo periodo de crecimiento, luego de la entrada en operación del TLCAN, en el último trimestre del año 2000, apenas fue el 19.4 por ciento.
Antes de la gran crisis del 2008, nos habíamos acercado y llegamos al 23.4 por ciento, luego volvió a bajar esa proporción y al finalizar el sexenio de Peña estaba en 22.6 por ciento.
Bueno, pues en contra de todas las intuiciones, pronósticos y análisis, resulta que el máximo desde que tenemos cifras comparables ocurrió en el tercer trimestre del año pasado (no hay datos aún del cuarto trimestre provenientes de las cuentas nacionales), cuando la proporción de la inversión fija bruta respecto al PIB alcanzó el 24.9 por ciento, es decir, virtualmente la aspiración sempiterna de los estrategas del crecimiento.
Lo que quiere decir este incremento es que la inversión creció a un ritmo superior al de la economía.
Entre el último trimestre del 2018 y el tercero del año pasado, el PIB creció en 4.2 por ciento mientras que la inversión lo hizo en 18.2 por ciento.
¿Por qué razón hubo más inversión que en el pasado a pesar del desastre económico que vivimos con la pandemia?
Se dio una combinación de circunstancias.
Por un lado, se generó una gran expectativa respecto al futuro de la economía mexicana ante la relocalización de las cadenas de valor, como producto de la política proteccionista de EU; de la pandemia y de la fragilidad geopolítica que ha conducido a las empresas a tratar de bajar sus riesgos de suministro.
Aún no sabemos por qué este proceso no se ha reflejado en un disparo de la inversión extranjera directa, pero lo que sí se ha visto es un crecimiento sin precedente de la inversión bruta fija.
Además, se produjo un impulso fuerte de la inversión pública, empujada por las megaobras emprendidas por este gobierno.
La combinación de ambos factores generó un empuje sin precedentes para la inversión productiva.
Y, eso fue lo que llevó a esa tasa de inversión tan alta.
Desde hace muchos años se sabe que un crecimiento apalancado en la inversión genera condiciones para su sustentabilidad, a diferencia de otro que se apoye solamente en el consumo, que tiende a ser más frágil.
En el caso de la inversión pública podrá discutirse ampliamente respecto a la calidad de las inversiones, así como a la eficiencia y transparencia con la que se aplicaron.
Pero lo que allí quedará será la capacidad física adicional.
Hay un costo de oportunidad elevado, pero tarde o temprano las obras públicas van a tener un efecto en el crecimiento de la economía.
Encontramos ese “santo grial” que, como país, por muchos años perseguimos. Sería absurdo pensar que solo por el hecho de que lo alcanzamos en el sexenio de AMLO no tendrá un efecto de largo plazo para el potencial de crecimiento del país.