Pocas expresiones en la cultura popular mexicana tienen tal arraigo como aquel grito en los estadios: ¡árbitro vendido!
Nada aborrecemos tanto como un árbitro que haga caso omiso de un obvio penal en el área.
O la de otro árbitro que marque lo que no existía (recuerde usted el juego contra Holanda y el inexistente penalti contra Robben que le cambió la historia al futbol mexicano).
Pero, pareciera que nuestra visión futbolera, que compartimos decenas de millones de personas, no vale lo mismo en la política.
Como en partido de soccer, el resultado en la política depende, por lo menos en cierta medida, de las decisiones del árbitro.
Los aficionados al futbol saben que si la diferencia en un marcador es de varios goles, es irrelevante si se marcó bien una falta o no.
Pero, si resulta que la ventaja es muy pequeña y hay un penalti altamente polémico, entonces habrá toda una discusión respecto al resultado del partido.
La constante es que, tanto lo que pase en el futbol como lo que pase en la política, van a ser siempre temas controversiales.
El grado es tal que en el caso de la política, en el 2006, ante la falta de reconocimiento de resultados, el grupo encabezado por López Obrador paralizó por varias semanas el centro de la Ciudad de México.
Sabemos perfectamente que cuando hay un árbitro que tiene toda la autoridad y el reconocimiento, el margen de la insubordinación de los equipos que compiten, o de los partidos que buscan el poder, la autoridad se imponeporque no hay margen para el reclamo.
Un árbitro robusto tiene la capacidad para marcar un penalti en contra del equipo local, aunque eso puede hacer la diferencia en el resultado.
Así era el INE antes de la campaña destructiva de AMLO y Morena.
En 2006, la historia era otra. No teníamos entonces un árbitro robusto.
Si un árbitro cuestionado dictamina resultados polémicos, éstos van a ser eternamente reclamados.
Así se construyó el mito del fraude del 2006.
El reto que hoy, y en varios meses hacia adelante, tiene la oposición, y creo que muchos de los que forman parte de ella aún no lo ven, es elevar el costo de las decisiones de un árbitro que quizás ya no va a ser imparcial tras el relevo de los consejeros en 2023.
Aunque no transite la reforma política constitucional que se está proponiendo, Morena y sus aliados tienen todos los ingredientes para conseguir que los reemplazos de los cuatro consejeros, incluyendo el presidente del Instituto, sean proclives al partido en el poder.
De este modo, en términos formales, el partido en el gobierno y el presidente de la República pasarán por todos los filtros de la ‘democracia formal’ que establecen nuestras leyes, sin ninguna objeción.
La única manera de que esto no ocurriera es que tuviésemos una oleada masiva de rechazo en contra de López Obrador.
Este es el escenario menos probable, pero tampoco imposible.
Entraremos en una etapa del proceso político mexicano donde el tema del árbitro será tan relevante como en el juego de México-Holanda.
Pocos políticos mexicanos tienen la historia, presencia y solidez de Ricardo Monreal.
Si yo fuera partidario de la 4T, el mero hecho de que hubiera declarado que está analizando su futuro y que tomará una decisión en diciembre, me hubiera puesto a temblar.
El exgobernador de Zacatecas ni remotamente puede competirle a López Obrador.
Pero sí tiene la astucia suficiente para crear un efecto en cascada que pueda inducir a muchos a abandonar Morena.
¿Hay alguien pensante que considere que la campaña de la gobernadora Layda Sansores contra Monreal es realmente de ella? Yo no lo he encontrado.
Todos consideran que Layda es el instrumento y el cerebro es el presidente.
Veremos qué define Monreal en las siguientes semanas, porque eso puede cambiar la historia del país.