Cuando el gobierno de Enrique Peña arrancó, en diciembre de 2012, su aprobación alcanzaba el 54%, mientras que el 35% se manifestaba en contra del gobierno, de acuerdo con las cifras de Consulta Mitofsky.
Poco antes de que realizaran las elecciones intermedias de 2015, la aprobación había bajado a 39% y el rechazo había crecido al 57%.
Con este nivel de aprobación, el PRI obtuvo el 32.2% de la votación a nivel nacional. Y, la suma de PRI-PVEM-Panal, alcanzó el 44% de los votos válidos.
El registro más reciente de la misma casa encuestadora muestra que las opiniones en contra ahora son de 69%, mientras que las que están a favor alcanzan el 21%.
Es decir, la aprobación bajó 18 puntos.
Si hubiera una conexión entre la aprobación presidencial (suponiendo que se mantenga en los niveles señalados) y la votación, donde hay un factor de 1.12 veces entre la votación y la aprobación presidencial, la coalición que respalda a José Antonio Meade podría esperar un 23.5% de los votos.
Es decir, la única posibilidad de crecimiento es disociar la intención de voto por el candidato que postula esa coalición, de la aprobación a Peña.
¿Por qué un presidente que arrancó con más del 50% del respaldo perdió tanto?
A mi juicio, se conjugaron cuatro factores. El primero tuvo que ver con el desgaste derivado del propio ejercicio del gobierno y la frustración de las expectativas de muy diversos grupos sociales.
El segundo fue una sobreventa de las reformas, que estuvieron en el eje de la estrategia gubernamental, que abonó a la frustración. El tercero fue el repunte del tema de la inseguridad y el delito, notoriamente a partir del caso Ayotzinapa; y el cuarto fue la erupción de diversos casos de corrupción.
Aunque el nivel de aprobación había bajado hasta 47% en agosto de 2014 contra un 51% de rechazo, se percibe una división de opiniones con una mitad a favor y otra en contra.
Las cosas empezaron a cambiar en el último trimestre del segundo año de gobierno. El dato de noviembre de 2014 indica ya una aprobación de apenas 41% por 57% de rechazo.
Claramente, los dos eventos que marcaron un antes y un después fueron: Ayotzinapa y la llamada ‘casa blanca’.
El gobierno nunca logró persuadir a la opinión pública de que la responsabilidad del caso Ayotzinapa fue esencialmente de las autoridades locales y, el gran tema de corrupción, en lugar de atajarse apareció una y otra vez a lo largo del sexenio, sobre todo entre gobiernos locales del PRI. No se logró convencer de que era un asunto de personas y no de gobierno o de partido.
Por otro lado, no se explicó adecuadamente que la reforma energética debía construirse a lo largo de años y que era posible que en el corto plazo tuviera costos.
En el caso de la reforma educativa, el gobierno se entrampó en los temas laborales y se hizo muy poco por pasar a la sustancia del cambio propiamente educativo.
Y, por si algo nos faltara, apareció Trump y generó un nuevo frente de amenazas y riesgo.
Es entendible que el candidato de PRI-PVEM-Panal no quiera deslindarse del gobierno de EPN, pues formó parte de él.
Pero, en la medida que no haya un cambio en la opinión pública respecto al gobierno actual, la alta desaprobación será un lastre que le hará difícil avanzar.