La publicación de la encuesta de Buendía & Márquez a través de El Universal, me dejó una fuerte sensación de deja vu, al observar cómo el público autodenominado crítico y opositor atacaba la desventaja de 30 puntos de la senadora Xóchitl Gálvez ante Claudia Sheinbaum, exactamente con los mismos argumentos y visceralidad con la que los simpatizantes de López Obrador atacaban las noticias que no les parecían entre 2006 y 2018.
No es que me interese tomar partido, pero sólo diría dos cosas: hay una vitrina metodológica, y la única casa encuestadora que pone en ligera desventaja a la senadora ante la exjefa de gobierno pasó la campaña de 2018 anunciando que Ricardo Anaya le estaba pisando los talones a López Obrador. Fuera de eso, que cada persona elija a su propio sesgo de confirmación para sobrevivir de aquí a junio de 2024.
¿Es posible remontar esa distancia asumiendo, como sucede en mi caso, que es real mientras no haya más encuestas debidamente acreditadas? Depende de dos factores: la forma que la senadora se posicione ante la gente que todavía no la conoce, y su capacidad para permear en votantes que no se identifican con los extremos. Sobre lo primero, debería quedar claro por qué el presidente atacó tanto a Gálvez durante estos meses: para que la identificación tenga lugar según su propia visión y sesgos. Respecto a lo segundo, faltará ver si su capacidad de comunicar es percibida como auténtica, o si en realidad corresponde más a los cánones del foxismo.
En todo caso, al presidente le conviene que haya un sector opositor enceguecido por sus sesgos cognitivos, y emotivizado hasta el fanatismo, de tal forma que termine atendiendo solo lo que embona con sus creencias y mostrándose impermeable a cuanto las contradiga. A falta de un mejor nombre, podríamos llamar a ese grupo derechairos, en homenaje a los simpatizantes del oficialismo con ese perfil, o conservachairos si queremos acercar más el término a las expresiones que usa López Obrador.
Es hora de pensar seriamente que quizás ambas candidatas hayan alcanzado sus respectivos techos de crecimiento y, salvo que algo realmente grave y excepcional suceda, sus apoyos no se modificarán sustancialmente de aquí a la elección. ¿Significa eso que los opositores deberían cruzarse de brazos e irse a sus casas? Más allá de que, si su intención era ganar 2024, debieron haber hecho cosas totalmente distintas a lo que hicieron durante más de cinco años, empezando por hacer un ejercicio serio de autocrítica, todavía pueden recuperar algo de lo caído. Van algunas sugerencias.
En primer lugar, concentrar la lucha en las gubernaturas. Más allá de creer que el esperado “efecto Gálvez” jalaría el voto para los demás cargos a elegir, los estados tienen sus propias dinámicas, en buena parte ajenas a la federación. De hecho, Morena siguió ganando estados durante el sexenio, a pesar de que los cuestionamientos se centraban en el mal desempeño de López Obrador. La razón: el hartazgo por la clase política tradicional también alcanzó a las élites locales.
Tres de las cuatro gubernaturas que conservaron, Aguascalientes, Chihuahua y Querétaro, fue por el desempeño de gobiernos anteriores y candidaturas con fuerte arraigo local quienes, además tenían capacidades de comunicar distintas al común de la oposición. ¿Tendrán el PRI, el PAN y el PRD la capacidad de elegir perfiles similares? ¿O más bien optarán por repartirse los cargos entre “la misma gente de siempre?
En segundo lugar, la reelección inmediata de personas legisladoras y autoridades municipales podría consolidar el arraigo de los mejores cuadros, permitiendo a los partidos reconfigurarse a partir de las localidades. El problema: eso le quitaría buena parte del poder de designación de candidaturas a las dirigencias nacional y estatales, apresurando una rotación de cuadros que todavía no se ve venir en el horizonte.
En todo caso, todavía están a tiempo, si hacen las cosas distintas a lo que han venido haciendo, para ganar la presidencia. En 2030.