En 2007 se publicó un libro de comunicación política que cambió por mucho la manera en que veía esta actividad: The Political Brain, escrito por el neurólogo Drew Westen. Una de sus premisas es que las personas no somos exclusivamente racionales al recibir mensajes políticos, sino también se debe apelar a las emociones.
Por ejemplo, las personas votantes en Estados Unidos quizás no votarían por el partido Republicano si entendiesen lo que realmente implicaría su agenda, pero los apoyan porque entienden sus mensajes. En cambio, los demócratas pierden su capacidad de contactar con la gente al emitir mensajes demasiado largos, como decálogos para cada tema o pasar media hora saludando a cada minoría en sus mítines.
Algo que no se tenía claro en 2007 es la forma en que las emociones imperan cuando la democracia entra en una etapa de desgaste, facilitando la llegada de liderazgos providenciales: hablamos de los populismos tanto de izquierda como de derecha. Para el caso de nuestros vecinos, Trump llegó al poder, y puede volver, a través de manipular las emociones y miedos más primarios. Otro elemento es la idealización de un pasado estadounidense de grandeza que nunca existió, y el deseo de hacer que el país vuelva a ese estado.
Para contrarrestar estas emociones, lo peor es genera miedo ante el populismo, toda vez que termina fortaleciendo al líder. Además, Trump lleva tanto tiempo sembrando su discurso que mucha gente puede votar por él si no hay una alternativa creíble, toda vez que se ya se ha acostumbrado a sus insultos. En cambio, es indispensable presentar una alternativa igual de atractiva, que de competitividad a los demócratas.
¿Cuál ha sido la respuesta hasta el momento? Decir que los Trump, Vance y los republicanos son “raros” (weird). El pasado 23 de julio el candidato a la vicepresidencia por el Partido Demócrata lo usó por primera vez en una entrevista, y a partir de ese momento se ha normalizado como una pieza discursiva.
Por más extraño que parezca, este apodo, más digno de adolescentes que de un discurso político, parece estar funcionando. Para empezar, el propio Trump, que ha sabido lucrar con cada ataque que se le ha hecho, incluso su foto de indiciado no sabe cómo reaccionar. Esto es muy interesante, pues los adjetivos peyorativos son de gran utilidad para construir una identidad colectiva: pregúntenle aquí a los “chairos”, por ejemplo. ¿Será que les pega más a los republicanos un apodo casi banal, que acusaciones más serias como de buscar instaurar una dictadura?
Pareciera que en esta etapa de la campaña, la gran lucha es por encarnar una idea de normalidad, tanto para la candidata Kamala Harris como para sus programas, presentando al conservadurismo republicano como “raro”. Sin embargo, todavía faltan varios meses para las elecciones y, si los demócratas desean ganar los colegios electorales de los estados, es indispensable plantear una alternativa creíble y atractiva sobre cómo sería ese Estados Unidos “normal” y cómo a través de ésta se proyecta un futuro compartido como nación. ¿Podrán lograrlo?