No es el primero que hace. De hecho, los berrinches presidenciales son ya una constante en sus apariciones públicas. Le cuesta trabajo contenerse, moderar el humor y el tono. Los insultos han estado subiendo de volumen, son verdaderas agresiones personales que en boca de un presidente desmerecen mucho. Si se dice tan preocupado por cuidar la investidura presidencial, debería empezar por bajar de tono los epítetos que suelta contra las personas que no lo apoyan, que siente que lo traicionaron, que “cambiaron” o “se vendieron”, que “antes no eran así”.
Se entiende que el Presidente esté iracundo por la información contundente que ha sacado Carlos Loret respecto de uno de sus hijos. No es poca cosa. Es un golpe en el centro del hogar y de sus soliloquios morales que han chocado con la realidad familiar; se entiende que enfurezca por las demoledoras y ácidas críticas de Brozo y le irrita particularmente Latinus porque –paradojas de la vida– casi que nació con su gobierno. A parte todo el sector que considera conservador, medios como El Financiero, Reforma, El Universal, Aristegui, nadie se salva de sus invectivas. Todos sus enemigos poniéndose de acuerdo para hablar mal de él, de su gobierno, de sus incapacidades e ineptitudes. Qué ingrata la vida con el Presidente. Pero así es la vida de los presidentes en casi todos lados. El problema es que él quiere ser emperador.
En repetidas ocasiones he señalado en este espacio que el Presidente sorprende por la manera en que gasta su capital político. Tiene mucho. Efectivamente le da para dilapidar, pero de la manera en que lo gasta o por quién lo gasta, uno pensaría que no vale la pena. Pero esas decisiones son personales. Es el caso del nefasto Pedro Salmerón y su fallido intento como embajador en Panamá.
El Presidente armó un berrinche de llamar la atención. Anunció el nombramiento del maniaco acosador antes de solicitar la aceptación del otro país. Se brinca las normas elementales y se molesta. Particularmente se ensañó con la canciller panameña que, de manera muy diplomática y discreta, manifestó su opinión por los canales adecuados. El Presidente trató a la jefa de la diplomacia panameña como si fuera connacional: la insultó, le dijo que ejercía la Santa Inquisición por rechazar al macho depravado que proponía el Presidente. Al hacer la defensa que hace de su nombramiento, el Presidente también insulta a las mujeres que fueron víctimas de los complejos y frustraciones de su amigo el historiador; también degrada al cuerpo diplomático mexicano y al pueblo de Panamá, que le parecía merecedor de tener un representante de semejante calaña.
El berrinche no terminó en los insultos. El Presidente se puso a ver quién podría resultar repulsivo a sus críticos y una señal de desprecio a la canciller panameña. Entonces tuvo la genial idea de proponer como embajadora a una desquiciada. La señora Jesusa Rodríguez ha sido actriz reconocida y ha hecho de su actividad política un happening, un sketch, un espacio para el circo. Por supuesto, será mejor embajadora que Salmerón. Siempre será mejor que llame la atención una mujer que llega disfrazada de elote con dos churros de mota entre pecho y espalda a un evento diplomático, que los escándalos de un enfermo persiguiendo mujeres en los lugares de trabajo. Ésa es la política exterior de López Obrador.