La tardanza de Claudia Sheinbaum, imperdonable en su caso tanto por su origen como por sus pretensiones de ser presidenta de este país, para manifestar alguna postura sobre el ataque terrorista de Hamás a Israel, revela a una persona que tiene el bastón pero todavía no tiene el mando, una mujer temerosa de desobedecer al macho en el mando, una persona que no atina a dominar sus miedos en la cosa pública.
La decisión que tomó en días pasados de hacer a como dé lugar candidato a Omar García Harfuch pareció ser una señal muy clara de su parte de que ella tomaba las decisiones y que el candidato en la CDMX lo pondría ella, y nadie más. Esa lectura trasminó en el ambiente político. La candidata decidía más allá de los críticos al interior de su partido. Dinamiteros de la candidatura presidencial que toman como pretexto la contienda capitalina para hacerse de posiciones ahora que se vaya a su rancho el Presidente –en caso de que lo haga, claro–. Los laminazos han estado fuertes de uno y otro lado y no parecen tener fin; al contario, muy probablemente se incrementarán hasta el mero día de la elección, y si no hay satisfacciones plenas, pues seguirán.
Eso en el terreno más local: el juego político en Morena, dinámica que podemos imaginar la candidata Sheinbaum domina más allá de que le dieran un bastón hueco. Sin embargo, siempre hay situaciones que revelan las maneras de los candidatos. No solamente hay una materia en la que son evaluados quienes aspiran a gobernar. Claudia, más allá de la herencia que le deje López Obrador y el empuje que transmita a su campaña –que no será menor–, está sujeta al escrutinio público de uno y otro lado, pues al final, si gana, gobernará para todos los mexicanos. Por eso era importante ver su templanza ante un evento que ha desatado un nuevo problema internacional de dimensiones que todavía desconocemos.
Esperar de López Obrador alguna definición sobre temas de dimensión internacional o de geopolítica es verdaderamente absurdo. El tipo es un aldeano, un hombre cerril al que le da miedo el mundo, al que considera peligroso y extraño, un lugar del que no sale nada bueno. Por eso sus invectivas contra otros países, las advertencias del daño que puede generar estudiar en el extranjero, donde se aprenden “malas mañas”, y sus pronunciamientos ridículos tipo certamen de belleza en los que se pronuncia simplonamente “por la paz en el mundo”. Pero de Claudia Sheinbaum se supone que se podría esperar algo diferente. Por supuesto, por el origen de sus ancestros, la persecución incesante del pueblo judío que atraviesa a esa y millones de familias en el mundo. Pero también porque estudió en el extranjero, porque participó en un equipo internacional de medioambientalistas y científicos que se hizo merecedor al Nobel de la Paz y porque, según dijo en una entrevista, a la tierna edad de 12 años contribuyó decididamente para que terminara la guerra de Vietnam, participando en una manifestación antibélica en su escuela (así lo comentó en una entrevista a la revista semanal de El País). Conmovedor.
Con todos esos antecedentes bastaría para esperar algo más de ella que apegarse primero al silencio y luego al galimatías presidencial.
Es claro que el ambiente que rodea a la señora Sheinbaum dista mucho de ser uno en el que se privilegien las ideas y la tolerancia; más bien parece ser un callejón en el que las virtudes para el descontón y el abuso presupuestal son las que prevalecen. Una pena, porque todo indicaba que en algunas cosas podía marcar alguna diferencia sin que se sintiera hecho a un lado el ayatola de Palacio. No fue así. Le dieron el bastón pero no el mando, ni siquiera para declarar.