La columna pasada comenté sobre la relevancia del año 1994 en la historia reciente de nuestro país. Son muchos los cambios que empezaron o que acontecieron hace tres décadas. En el tema democracia, la diferencia es enorme con aquellos años. En este sexenio es claro que experimentamos una suerte de regresión, precisamente, al autoritarismo y a la adoración de la figura del Presidente como el hombre que todo lo puede. Una herencia priista que fue puesta de nuevo en la palestra por el expriista que tenemos como Presidente.
Sin embargo, vale la pena detenernos un poco en cómo se llevaron a cabo las elecciones desde ese entonces, sus resultados y sus protagonistas. Si los comicios de 1994 mostraron la posibilidad de ganarle al PRI y muchas de sus debilidades –en especial el acceso a los medios, como lo demostró el debate ganado por Diego a Zedillo y a Cárdenas–; los de 1997 serían el primer golpe al sistema priista, del que no se volvería a levantar ni siquiera con su regreso a la Presidencia un par de sexenios después. Me refiero a la caída de la CDMX, que en esa ocasión ganó Cuauhtémoc Cárdenas y que mantendrían las llamadas fuerzas de izquierda hasta estas fechas. La CDMX ha sido el bastión del cardenismo y del lopezobradorismo. Las elecciones de 1997 se efectuaron, por primera vez, con campañas de publicidad profesionales, con agencias y expertos, encuestas y demás. No tiene mucho que tenemos elecciones modernas. Para las de ese año, las encuestas marcaban al PAN como el posible ganador. Pero el partido lo leyó mal, no eran intenciones a favor del blanquiazul, sino para Diego Fernández. El panismo eligió a Carlos Castillo Peraza –un político talentosísimo y de gran inteligencia– que resultó un pésimo candidato. Ganó Cárdenas.
Para el 2000 Vicente Fox alzó la mano apenas terminada la elección del 97. Se rieron de él por anticiparse. Su avance fue enorme, nadie en el panismo se le opuso y resultó ser el mejor candidato que se haya registrado. Provisto de un talento notable para la campaña, Fox no hacía otra cosa que ganar votos todos los días. Sólo desde una candidatura así se pudo derrotar al PRI. Que su gobierno no resultó tan estimable como su candidatura es otra cosa, pero ahí empezamos a darnos cuenta de que no es el mismo perfil para candidato que para gobernante.
El 2006 le concedió otra oportunidad al PAN. Una elección ajustada, sin duda, que se trató de dos proyectos en el que ganó Felipe Calderón y en el que las instituciones salieron adelante ante la amenaza de sabotaje del lopezobradorismo, que debió esperar 12 años para llegar al poder. A Calderón le tocó regresar, en 2012, la Presidencia al PRI, que postuló a Enrique Peña Nieto, un candidato señalado de ser el favorito de las televisoras. Ciertamente se trató de un candidato profesional, con método y sin fallas. El PAN se hundió al tercer lugar con Josefina Vázquez Mota.
El PRI, que creía que duraría de nuevo 70 años, se hundió ¡sorpresa! en la corrupción. El modelo de la política neoliberal, de la mano de los partidos tradicionales, colapsó y México no fue la excepción. El hartazgo de los excesos del PRI y del PAN pasó factura y López Obrador, transformado en un innegable líder de masas, arrasó con sus contendientes y llegó con un gran margen de maniobra que ha usado para desmontar los avances democráticos e institucionales de tres décadas.
Queda como signo de ese trayecto de nuestra democracia un hecho incuestionable: los expresidentes de la vida democrática (1994-2018) viven en el extranjero –salvo uno que no vive en otro país, sino en otro planeta–. En esas estamos.