Lo que vimos en días pasados en la sede del Congreso estadounidense fue el reflejo del periodo de delirio y decadencia que experimentó la vida pública en ese país durante el mandato de Donald Trump. No fue fácil, no fue sencillo, pero el final de esas sesiones de manicomio a las que asistimos durante cuatro años está cerca.
Las locuras con Trump empezaron desde su campaña, claro, pero los bien pensantes, los que se creían que mandarían siempre –al igual que la clase política mexicana vigente hasta verano de 2018–, los poseedores del conocimiento lo despreciaron, no vieron posible que un orate, un semianalfabeto lograra la presidencia del país más poderoso del planeta. Pero los narcisos no descansan en sus delirios y proyectos y el orate ganó. Lección para todos que se ha repetido en distintos países.
Los problemas comenzaron desde que rindió protesta y terminarán cuando se vaya en un par de semanas –si es que no lo quitan antes–. Pocas horas después de la ceremonia de inauguración de su mandato comenzó a pelearse con los medios por la cantidad de gente que había asistido a la ceremonia. Su pleito con los medios no cesó durante su mandato. Los complots, las denuncias sobre los intentos de derrocarlo, sus pleitos con el mundo han terminado en un bochornoso intento de insurrección en el que el planeta atestiguó la locura provocada por el hombre naranja. Pocas veces los países del orbe habían podido contemplar el tipo de fanáticos que apoyaron a este demente durante estos años. Salvo el ya conocido y penoso caso de México –y algunos otros países gobernados por perfiles similares al de Trump–, la comunidad democrática internacional por medio de sus líderes denunció lo sucedido en la capital estadounidense. Incluso personajes como Boris Johnson –al que muchos le ven características similares al estadounidense– salieron a defender la vida democrática estadounidense. Y claro, es que lo que sucede en la vida pública de ese país tiene repercusiones en otras naciones.
Poner el alto a quien se desenfrena en el poder es una tarea ardua, difícil y, sobre todo, de resistencia. Mucho aguantaron varios medios norteamericanos las embestidas y amenazas del furibundo de su presidente. Vivieron bajo asedio todo el tiempo. Lo mismo sus adversarios, los que lo denunciaban y hasta los que dejaban de colaborar en su equipo, que eran víctimas de sus tuits en los cuales los agredía y les ponía apodos (en México sucede lo mismo con el presidente López Obrador, quizá lo más cercano a Trump que hay en la región) para humillarlos públicamente.
Que le hayan cerrado al aún presidente de Estados Unidos la cuenta de Twitter y de Facebook por el daño potencial que puede causar no es poca cosa. Esas empresas se atrevieron a defender un orden internacional, una forma de convivencia en la que debe haber unos mínimos de veracidad y respeto por parte de quienes toman decisiones.
La pesadilla todavía no acaba. No sabemos el desenlace, pero todo apunta a que Trump pensará dos veces hacer alguna tropelía más. Lo sucedido en el Capitolio será el resumen de su mandato: un grupo de desquiciados con las peores taras del género humano: racismo, sexismo, ambición de poder, ínfulas de superioridad e instinto criminal destruyendo la sede de uno de los símbolos máximos de ese país. Lo que con locuras empieza, con locuras termina.