Pude ser ellos. Como cualquiera. Pero lo había olvidado como defensa personal. Porque seguido pienso en mi muerte. Me aterroriza que no me alcance el tiempo. Que me vaya sin dejar huella.
Que Google no se acuerde de mí más que para referir a mis perfiles de redes sociales que para entonces estarán inactivos o actualizados a través de un bot que dejaría pagado sólo por el enfermo y utópico deseo de ser inmortal.
Me siento viejo desde que cumplí 30. La edad me pesa. Vivo en estado de crisis. Mi vesícula como testigo. Es la que ha puesto el pecho a las balas. El mío es un temor engañoso. Lo suficientemente peligroso como para ser depresivo, y lo suficientemente indoloro para no subirme a un avión pensando que será el último que conozca. Un miedo que pega pero no mata.
Le estoy agradecido a la estadística. La simplificación del ser humano en número contribuye a la supervivencia. Puede más un muerto cercano que 150,000 ajenos en la guerra contra el narco. El egoísmo se da por naturaleza. Siempre se ha tratado de uno. Del que nace y quiere el abrazo de sus padres aunque haya un hermano deseoso de ser el que lo reciba. De cazar o ser cazado. De matar para vivir. O para comer.
Los números no tienen ni generan sentimientos. El contexto se los da. Los siete goles de Chile sólo dolieron en México. Los miles de muertos no son más que cifras que resuenan hasta que identificamos nombres y apellidos que nos resultan familiares. Y a los 75 del avionazo los lloramos porque su vulnerabilidad es la nuestra. Porque su muerte nos hace sentir débiles. Nos recuerda lo que olvidamos. Que cada vuelo puede ser el último de nuestras vidas.
Uma imagem aérea do estádio Atanasio Girardot. Nossos mais sinceros agradecimentos, @nacionaloficial. Rumo ao mundial! #ForçaChape pic.twitter.com/wAMLJT8Yz1
— Chapecoense (@ChapecoenseReal) 1 de diciembre de 2016
Incluso en la compasión somos individualistas. La guerra la vemos lejana. Por eso no alcanzamos a sufrir con los casi 500,000 muertos por la guerra en Siria. La pobreza en Oaxaca no es nuestra. Es de otros. Las tragedias nos afectan cuando pudimos ser nosotros. Por eso nos dolió pensar en París. Pudimos estar de turistas. También por eso nos duelen las tragedias aéreas. Porque recordamos que la muerte siempre puede tocarnos.
Me tocó subirme a un avión seis horas después del avionazo que acabó con el Chapecoense. Me tocó subirme a un avión minutos después de escribir una historia sobre el único periodista que sobrevivió. Me sentí mal. Consternado por el compromiso marital que ya no se concretará, por el hijo que nunca conocerá a su padre y por el portero que ha perdido las piernas. Y también me sentí preocupado.
Culpo al destino. O a la negligencia, que para efectos de escribir el final es lo mismo. Me sentí intranquilo volando. Recordando la noticia que me había mantenido en vela. Deseando ser de los seis sobrevivientes si es que me tenía que tocar. En mi consternación agradecí también ser insensible a muertes que no me tocan. El ser humano es individualista por necesidad, no por elección.
Lo atestiguo como uno de los que lloró por ellos pensando que uno de los 75 pudo ser yo.