Los impuestos son fundamentales. Con ellos se financia el gasto público y se garantizan los derechos de las personas. Además el sistema fiscal puede reducir la desigualdad cuando las personas con más recursos contribuyen más que las personas que menos tienen. Sin embargo, muchas veces esto no es así. Por ejemplo, se sabe que muchos multimillonarios emplean técnicas fiscales para pagar pocos impuestos; mientras, las personas trabajadoras contribuyen al gasto público con una buena parte de sus ingresos. O que las grandes corporaciones no aportan lo que les toca; mientras que los pequeños negocios pagan a hacienda cantidades desproporcionadas con respecto a sus ganancias. Esta situación tan injusta es la que prevalece en muchos países de América Latina.
Así, tratando de hacer frente a algunos de estos problemas, en el último año los gobiernos recién electos de Chile y Colombia emprendieron el camino para reformar sus sistemas fiscales con el objetivo de recaudar más, sí, pero también bajo el compromiso de aliviar la desigualdad social, tan extendida en todos los países de América. Ambas reformas son ambiciosas por los montos que pretenden recaudar, pero sobre todo, son progresivas, ya que se enfocan en la población de más altos ingresos y en empresas de industrias como la minería o el petróleo, que durante décadas han pagado muy pocos impuestos.
Sin embargo, las reformas tuvieron destinos muy diferentes: mientras que la propuesta de reforma tributaria en Chile no fue aprobada (por ahora), en Colombia esta sí logró avanzar. Conocer más sobre el contexto que llevó a estos resultados diferentes, nos puede llevar a algunos aprendizajes valiosos, tanto para nuestro país como para otras economías de América Latina.
En agosto del año pasado, en Colombia, el gobierno de Gustavo Petro presentó los detalles de una reforma fiscal de gran calado, que además fue parte central de su campaña presidencial. Después de un largo proceso de negociación política, en el que se tuvo que ceder en algunos elementos para que la reforma saliera adelante, el pasado noviembre se logró aprobar el proyecto de ley, el cual mantiene la esencia del original. Entre otras cosas, al eliminar deducciones al sector petrolero, se desincentiva el uso de energías fósiles; se cobran impuestos más altos sobre el consumo de alimentos chatarra; y se instituye un impuesto sobre el patrimonio neto o riqueza neta (los activos como ahorros o propiedad menos las deudas) de las personas más acaudaladas.
Por las mismas fechas, en Chile, el gobierno de Gabriel Boric presentó una reforma fiscal con la cual se buscaba dotar al estado de los recursos que necesita para financiar un amplio gasto social. Entre otras medidas, el proyecto contemplaba tasas impositivas más altas a las personas de mayores ingresos; un impuesto a la riqueza de las personas más acaudaladas; y nuevos cobros sobre los ingresos de las mineras, una industria de importancia histórica para el país Andino. Desde su presentación, la oposición se mostró reacia a aprobar este plan y apenas el mes pasado vimos cómo esta reforma no se aprobó; le faltó un solo voto de las y los legisladores chilenos para que sucediera. Sin embargo el debate aún no termina y seguramente esta agenda será retomada en los siguientes meses.
Así, la dimensión política al momento de aprobar este tipo de reformas es fundamental. Esta debe ser una lección para otros gobiernos de América Latina. Por ejemplo, a Brasil. En el marco del Foro Económico Mundial, el ministro de hacienda de ese país mencionó que el gobierno de Lula Da Silva buscará una reforma fiscal que redistribuya el ingreso.
Estas experiencias también son de utilidad para México, que tiene pendiente una gran reforma fiscal desde mediados del siglo pasado. La última viene del sexenio de Peña Nieto, una reforma menor, que si bien tuvo algunos elementos progresivos (la tasa del impuesto sobre la renta dirigido a las personas con mayores ingresos creció y también se estableció un impuesto del 10% sobre las ganancias que se obtienen al vender acciones en la bolsa de valores), no logró hacer un cambio en los niveles de desigualdad de ingresos, que se han mantenido desde que se aprobó la reforma la fecha.
Sabemos que por lo menos de aquí al 2024 una reforma al sistema hacendario se ve poco probable, ya que no está en la agenda ni del Gobierno Federal, ni de los grupos parlamentarios más importantes. Esto no nos impide comenzar la discusión sobre cómo los impuestos nos ayudarían a ser un país más justo; un país en que ningún niño falte a la escuela, ningún enfermo se quede sin atención médica, y en que ninguna persona adulta mayor le falte una pensión digna.