Pareciera que la violencia en nuestro país en muchas ocasiones es cuantificada desde los conceptos vacíos que nos exilian de la magnitud de lo que vivimos. Medimos la catástrofe en calibres, decomisos, enfrentamientos, “encajuelados”, poder de fuego, cargamentos y persecuciones.
La ruta se ha emprendido: hay que quitarle el sentido a la tragedia. ¿Será que buscamos hacer a un lado la potencia y relevancia de borrar del mapa a una persona?
Puede haber muchos motivos para estos intentos. Lo cierto es que en esta ruta para evadir el dolor que lamentablemente sufren todos los días cientos de familias, nos hemos entumecido al punto en que pareciera que estas condiciones son normales.
Nos robaron las palabras para describir el horror.
Por eso, es tan relevante poder construir una nueva forma de dimensionar lo que sucede a través de nuevas maneras de nombrarlo. El contexto actual que vivimos, particularmente después del feminicidio de Fátima y dentro de la ola de violencia misógina que padecen las mujeres en nuestro país, exige nuevas maneras para retratar al dolor. Una manera sin morbo, ni revictimización, que no esté orientada por la cantidad de periódicos que venderá o los votos que logrará, sino una humana y cercana.
La exploración de estos lenguajes nos lleva a entender la catástrofe que vivimos. Hay periodistas de investigación, poetas, activistas, colectivos y un sinfín de personas que con su valioso trabajo de sensibilización nos abren los ojos. Su trabajo es valioso porque hacen lo impensable en estos tiempos de muerte: retoman la relevancia de las vidas, sus historias, afectos y relaciones.
Uno de muchísimos ejemplos de cómo tratar estos casos es el documental “La libertad del diablo”, cinta dirigida por Everardo González, la cual propone una narrativa más personal de quien experimenta la espiral de dolor y sangre que sufrimos.
En ella, una decena de rostros se ponen una máscara para tratar de romper con los prejuicios que tenemos sobre las víctimas o los victimarios y nos narran sus heridas, pérdidas y abismos. Durante la cinta presenciamos las historias de los peores horrores que la mente puede imaginar. Estos relatos son hechos por madres, sicarios, hijitos, soldados, hermanos y torturados por las autoridades. A pesar de las diferencias inherentes a las edades, roles o posiciones, todos los casos presentan una constante: el dolor provocado por la violencia, ese yerro maldito que rompió sus vidas. Estos relatos rompen la narrativa de calibres, decomisos y enfrentamientos y ponen la mirada en nuestra humanidad.
Uno de los pasos necesarios para enfrentar esta emergencia nacional pasa por la práctica de la empatía y, a partir de ella, iniciar con una respuesta a lo que ella nos convoca. Hay quien tras esta reflexión habrán de proponer la importancia reformas judiciales, de modernización de nuestros sistemas de salud mental, de construcción de nuevas masculinidades, de impulso al estado de derecho, de terminar con las brechas de género o de combatir la desigualdad. Y eso es una gran noticia: la epidemia de violencia necesita una respuesta tan variada como sus efectos. Las únicas respuestas que debemos evitar son las que tratan de construir desde una narrativa sin esa empatía: “es un caso aislado”, “fue su culpa”, “es que la víctima tenía una condición psiquiátrica”.
Después de entender que las historias y las palabras importan, estamos construyendo la ruta para regresar a la empatía, una herramienta cotidiana para acabar con esta violencia. A partir de ella, podremos construir con la sociedad respuestas a esta emergencia.