Cuando volteamos a ver la historia de Apple y sus adelantos, el foco casi siempre está en sus inicios: en esa cochera prodigiosa donde el espíritu innovador y creativo de unos jóvenes construiría años más tarde un imperio tecnológico mundial.
Casi siempre, convenientemente, a los biógrafos de Steve Jobs se les olvida mencionar el papel que jugaron los grandes avances tecnológicos de la época construidos gracias a inversiones del Estado. Sin el acceso a esos productos, Apple posiblemente no se habría podido convertir en una de las compañías más acaudaladas del mundo. En esta historia, un proyecto gubernamental permitió conjuntar instituciones públicas y centros de investigación para desarrollar tecnología que hoy es parte de nuestra vida cotidiana.
Mariana Mazzucato, reconocida economista y autora del libro El valor de las cosas, plantea al respecto que el IPhone no podría haber existido sin las inversiones que el gobierno de Estados Unidos realizó para desarrollar tecnología como el GPS, la pantalla táctil, el internet e incluso el sistema de reconocimiento de voz detrás de “Siri”. Estos adelantos tecnológicos constituyen al icónico teléfono inteligente de la compañía, pero a pesar de que se trata de innovaciones generadas con recursos públicos, las ganancias se abultan en las cuentas privadas de Silicon Valley.
Este ejemplo muestra una tendencia en la que, según Mazzucato, se le asigna un valor a los productos y servicios generados por la industria privada, pero se le despoja de relevancia económica y simbólica a las contribuciones hechas con inversión pública que terminan posibilitando los grandes adelantos de las empresas privadas.
El reconocimiento a los procesos de inversión estatal no excluye el valor de la innovación en la industria privada. Mucho menos está peleado con el mérito que merecen las historias de éxito a partir del ingenio. Ambos esfuerzos pueden coexistir e incluso complementarse. Por ejemplo, Mazzucato señala que hay negocios o emprendimientos tan riesgosos que solo pueden lograr el éxito cuando existen colaboraciones público-privadas. Proyectos para grandes pasos tecnológicos y científicos, desarrollos médicos y alimenticios o incluso para la investigación en nuevas energías renovables.
Estas ideas hacen eco en el momento que vivimos como humanidad. La respuesta frente al Covid-19 ha requerido que numerosos equipos de científicos en todo el mundo trabajen para lograr adelantos médicos que nos permitan entender la enfermedad para tratarla y erradicarla. Este esfuerzo, como sucede ya en algunos países, debe permitir la participación de organismos privados como laboratorios o centros de investigación, pero debe ser liderado por el estado con la inyección de fondos públicos suficientes para ofrecer una solución a la mayor cantidad de personas en el menor tiempo posible.
El desarrollo de investigación, que eventualmente permitirá producir una vacuna, debe motivarse por el valor de la vida humana, no los ánimos de lucro. Esta perspectiva de derechos debe siempre primar de manera particular en el ramo médico pues, lamentablemente, este virus es solo uno de los muchos que llegarán a golpear a la humanidad.
Como respuesta a la pandemia, poner al centro la salud de la población por encima de las utilidades de las farmacéuticas podría encaminarnos a que el resto de las soluciones financiadas con recursos públicos tengan el requisito de permanecer accesibles. Al vivir esta pandemia, podríamos buscar que la “nueva normalidad” sea una que no permita el dominio de una élite que ve solo para sí.