Antes de la pandemia, los repartidores de las plataformas en línea ya señalaban los problemas relacionados con su modelo laboral. Sin reconocimiento formal por parte de sus empleadores, los grandes consorcios de aplicaciones virtuales, quienes trabajaban en este formato tenían turnos de más de doce horas sin descanso, sin seguridad social, sin salario mínimo ni otras prestaciones legales indispensables.
Durante la pandemia estas condiciones solo se agravaron, pues al aumentar la demanda de estos servicios, los turnos fueron aún más largos y fueron expuestos a los nuevos peligros sanitarios.
A estos problemas se les sumó el aumento de comisiones de las aplicaciones a las fondas y restaurantes, lo cual generó un malestar y rechazo generalizado, pues los nuevos términos asfixiaban económicamente a la actividad gastronómica.
Los avances tecnológicos lograron cubrir una necesidad en el servicio de reparto de comida con éxito para las aplicaciones y los clientes. Sin embargo, la mayoría de los costos fueron absorbidos por parte de los repartidores y los locales de comida.
Aquí podría aparecer una falsa dicotomía: o defender el papel de las aplicaciones a rajatabla o prohibir su utilización. Como si las condiciones laborales dignas estuvieran peleadas con los avances tecnológicos, como si no pudiéramos conciliar los derechos esenciales con la innovación. Desde mi punto, esa dicotomía es falsa y está hecha para desestimar el malestar que estos modelos extractivos generan.
Es curioso que nos cueste trabajo concebir que a estas aplicaciones se le exijan las mismas condiciones que se le obligan legalmente a cualquier otra empresa: reconocimiento de derechos laborales, regulaciones sanitarias y respeto al descanso.
Esta situación nos ayuda para ilustrar lo que sucede en una multitud de casos, provocados por la ausencia de un gobierno responsable, por la mano de industrias extractivas o por prácticas rapaces en múltiples niveles. Nos hemos acostumbrado a situaciones insostenibles, donde los costos se concentran en quienes son más vulnerables.
Nos parece normal que una quinta parte del país esté concesionada para hacer minas, arrasando bosques, ríos y comunidades indígenas en el camino. Nos parece normal que las madres de personas desaparecidas sean quienes busquen con sus propias manos y recursos a sus familiares, sin ningún tipo de apoyo o responsabilidad gubernamental. Nos parece normal que una familia pueda perder todo su patrimonio si alguno de sus integrantes se enferma de un padecimiento crónico porque la atención hospitalaria es parcial e insuficiente.
Todo esto nos parece normal, pero definitivamente es profundamente injusto. Por ello, al momento de discutir la “nueva normalidad” no basta solo con retomar nuestras rutinas utilizando un cubrebocas, sino que es preciso detenernos para cuestionarnos ¿qué era normal antes de la pandemia, pero definitivamente no es justo?
En las últimas décadas el modelo de producción, la desigualdad estructural, la falta de un Estado que vele por la seguridad y los derechos de quienes son más vulnerables, entre otros factores, han permitido que en nuestras sociedades se presenten situaciones que pasan por encima de la dignidad de las personas.
Por eso es importante iniciar un debate amplio sobre cuál podría ser una justa normalidad. Esta discusión podría abrir las puertas para nuevas prioridades del Estado en temas como la salud, educación y medio ambiente; el reconocimiento de nuevos derechos sociales y también una estrategia de seguridad integral.
En suma, esta pandemia puede provocar en nuestra sociedad una discusión amplia que perfile el camino para los próximos años. La justa normalidad vendrá solo si los distintos campos del conocimiento, lucha, trabajo y regiones vemos más allá de nuestra inmediatez y aportamos ideas para el cambio.
Es tiempo de que la justicia se vuelva parte de nuestra cotidianidad, de nuestra vida, de la normalidad.