La Tierra Caliente michoacana está ardiendo y la ingenuidad del gobierno en su enfoque para apagar el fuego es proverbial.
Hay una guerra real entre Cárteles Unidos, que surgieron de los grupos de autodefensa en el sexenio pasado que a su vez nacieron en buena parte del viejo Cártel de los Beltrán Leyva, y el Cártel Jalisco Nueva Generación. Se están peleando dos rutas altamente lucrativas, la de los precursores químicos para producir las metanfetaminas y el fentanilo, que llegan por el puerto de Manzanillo, y la que nace en las minas de hierro en la región de Aguililla, Tepalcaltepec, Buenavista y Apatzingán, para extraerlo y venderlo clandestinamente a los chinos.
Las organizaciones criminales se han trepado a las autoridades federales de una manera obscena, por lo insultante, y profundamente humillante, por los resultados.
El presidente Andrés Manuel López Obrador propuso una mesa de negociación en Aguililla para ponerle fin al bloqueo y a los enfrentamientos, y la respuesta fue un ataque directo a instalaciones del Ejército por parte del Cártel Jalisco Nueva Generación, y una afrenta en la cárcel de Buenavista Tomatlán, donde miembros de Cárteles Unidos están queriendo rescatar a Miguel Ángel Treviño, el Z-40, el legendario jefe de Los Zetas. Ante el abrazo, balazos.
Hay bloqueos de carreteras en toda esa zona y, de acuerdo con las denuncias repetidas en las redes sociales, ni la Guardia Nacional ni el Ejército actúan. Están pasivos pese a los ataques en su contra, observando cómo el crimen organizado controla el tiempo, el territorio, la vida y el destino, cuando menos por ahora, de miles de personas. La paralización de las fuerzas federales tiene una razón: el Presidente les ha ordenado que no actúen. No importa lo que les hagan, tienen que resistir sin hacer nada.
El Presidente quiere que se llegue a un arreglo en la Tierra Caliente michoacana mediante una mesa de negociación, sin entender el fenómeno que enfrenta. Los cárteles de la droga no responden a una causa –confunde regularmente a los criminales con las guerrillas, que sí responden a causas y proyectos políticos–, sino al dinero. No tienen ideología, sino ambición expansionista para aumentar sus mercados y ganancias ilícitas. Plantear una mesa de negociación donde participen los narcotraficantes es absurdo.
El gobierno puede decir públicamente que no negocia con criminales, pero en la práctica es lo que trató de hacer, sin saberse con precisión si sabían a quiénes iban a tener entre sus interlocutores. El resultado de la pésima estrategia que siguieron las autoridades federales es la zozobra que provocaron y una violencia de la cual, incluso en esa región, no se tenía memoria.
La propuesta de la mesa de negociación arrancó con errores básicos. Los funcionarios federales, por lo que trascendió de fuentes de alto nivel en el gobierno, no lograron una interlocución efectiva con actores sociales, ajenos a los cárteles, que fueran representativos de la zona. La consecuencia es que las mesas han estado permeadas más por los deseos e intereses de los criminales, que cuando perciben que están perdiendo espacio, promueven acciones de sabotaje, como los ataques desatados con una violencia exacerbada. Tampoco fue acertada, por lo prematuro de la acción, ir a repartir programas sociales como si el solo hecho de recibirlos cambiara los incentivos de permanecer en el lado criminal.
Un programa social entregado a un criminal no lo hace cambiar de giro. Un programa social presentado como una alternativa ante ir a la cárcel o morir en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad, podría tener alguna posibilidad de éxito. Sin embargo, al no existir el interés de contener por la fuerza a los criminales –y pensar que con detentes y frases cristianas se logrará–, el fracaso es el único destino en el horizonte.
Por si no fuera suficiente ese yerro estratégico, para poder crear una zona de seguridad en la cual puedan realizarse acciones como las de una mesa de negociación, como saben los expertos en la materia, lo primero que tiene que hacerse es tomar control de la zona, junto con sus accesos y sus instalaciones. Lo que hemos visto es que nunca tomaron el control de la zona, dejándosela a los cárteles en pugna, que cortaron la posibilidad de que llegaran refuerzos al Ejército y la Guardia Nacional mediante bloqueos y destrucción de carreteras. Los ataques a las instalaciones militares en Aguililla no requieren de mayor explicación sobre lo resguardado que las tenían.
La Tierra Caliente en Michoacán se convirtió en el desastre del cual nunca pudo salir el presidente Enrique Peña Nieto cuando inició su gobierno, que dio la bienvenida a los grupos de autodefensa, entre cuyos líderes se encontraba Juan José Farías, el Abuelo, que trabajaba con los Beltrán Leyva, que les sirvieron para aniquilar a Los Caballeros Templarios. Tan delincuentes uno, como violador de la ley el gobierno. No les funcionó. Farías creó otra organización criminal y se vinculó a Los Viagras, bajo cuyo paraguas forjó una alianza con Cárteles Unidos, integrado con viejas células de La Familia Michoacana, Los Caballeros Templarios y un grupo menor, Troyanos Blancos, para enfrentar al Jalisco Nueva Generación.
Hoy, la Tierra Caliente en Michoacán se está convirtiendo en el desastre del presidente Andrés Manuel López Obrador. El de Peña Nieto incurrió en prácticas genocidas –literalmente– con un propósito, aniquilar a Los Caballeros Templarios. El actual se metió a un fenómeno criminal sin entenderlo, pensando que el voluntarismo presidencial basta para acabarlo, mientras que en los hechos, son los cárteles los que están devorando a esa región en una guerra donde tienen a las fuerzas federales de espectadores y a una autoridad pasiva e incompetente, doblegada por los criminales. Lo peor es que no es una excepción. Es un ejemplo práctico de lo que pasa en varias regiones del país, que cada día, en materia de seguridad, se le va más de las manos al Presidente.