Enrique Alfaro, que políticamente estaba echado para adelante, ha empezado a mostrar flaquezas y vulnerabilidades. El gobernador de Jalisco, que ha sido la vanguardia entre los líderes estatales para hacerle frente de manera contestataria al presidente Andrés Manuel López Obrador, se estaba construyendo en el imaginario colectivo de la oposición, o los decepcionados del gobierno federal, a un fuerte aspirante a la Presidencia en 2024, pero en los últimos días parece ser más ser un gigante con pies de barro, que alguien forjado para una contienda larga, compleja y crecientemente llena de dificultades.
Tras convertirse en escándalo nacional el asesinato de Giovanni, en manos de la policía municipal de Ixtlahuacán de Los Membrillos, un municipio dentro de la zona metropolitana de Guadalajara, Alfaro irrumpió en la arena pública con la fortaleza de un gladiador, acusando al Presidente de estar detrás de la violencia del jueves pasado sobre el Palacio de Gobierno, donde protestaban por el crimen, y que su partido está buscando desestabilizarlo. López Obrador le respondió con fuerza, retándolo a que probara su dicho, y Alfaro comenzó a hacer chiquito, matizando sus críticas, rozando en la zalamería con el Presidente al que había imputado, empezando a replegarse.
Alfaro ha sido un gobernador pendenciero, y durante los primeros 15 meses de su administración fue perdiendo credibilidad y apoyo, e incrementando impopularidad.
Una encuesta de Consulta Mitofsky, en febrero, lo ubicó con 28.6% de aprobación, lo que para efectos de gobernanza, es un desastre. Un líder que tiene menos del 30% de respaldo, está a la deriva, sin consenso. La inseguridad fue un tema que no ha podido resolver, pero el mayor negativo que tiene es la falta de empatía con la sociedad jalisciense.
La pandemia de Covid-19 le ayudó a frenar el naufragio y le dio aire político por haber tomado acciones rápidas para proteger a la población. Implementó acciones draconianas que, probablemente, no causaron tanta alarma en la mayoría en ese momento, quizás por estar más preocupada por su vida.
El asesinato de Giovanni lo sacudió. Un político carismático que evolucionó, o sacó su verdadero ser en el gobierno, mostró en una semana distanciamiento de sus gobernados, un talante autoritario, y una entereza de queso gruyere, enredándose en declaraciones y hundiéndose como en un pantano: entre más rápido que quiere nadar para llegar a la orilla, más se sume.
Los problemas de Alfaro, hay que recordar, no comenzaron el jueves, cuando una sociedad molesta con él, combinada con intereses políticos –como siempre sucede en coyunturas similares–, lo increpó retórica y físicamente. Empezaron un mes antes, cuando un día después de ser detenido por policías municipales de Ixtlahuacán, lo entregaron muerto a sus familiares.
Alfaro no hizo nada durante ese mes. Tampoco su fiscal general. El crimen habría quedado impune salvo porque hace una semana la denuncia brincó de las redes sociales a los medios de comunicación. Aún así, Alfaro se mantuvo callado, hasta que el escándalo se hizo nacional. ¿Qué hizo el gobernador desde el 5 de mayo cuando apareció muerto Giovanni? Ignoró el caso y desatendió un asesinato a sangre fría. O sea, actuó con “la soberbia y la autocomplacencia”, que ha sido la marca de su gobierno, como describió ayer Diego Petersen en El Informador de Guadalajara.
El asesinato de Giovanni tiene origen en un decreto del 19 de abril sobre las medidas para enfrentar al Covid-19, que incluía que no utilizar cubrebocas era un delito administrativo que podría criminalizarse. Quien no acatara el decreto podría recibir apercibimientos, multas, clausura temporal o definitiva de negocios y detenciones, hasta por 36 horas.
La Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco advirtió en su momento que el decreto abría la puerta a la violación de las garantías individuales, pero Alfaro volteó para otro lado. Las críticas de los expertos de que un decreto no podía estar por encima de la Ley, también fueron desdeñadas.
El escándalo regresó a Alfaro a la realidad, quien comenzó a disparar para todos lados. Acusó a López Obrador y a Morena de estar detrás de los disturbios violentos del jueves, y afirmó tener evidencias que nunca presentó. Antes de los hechos violentos se presentó ante la sociedad como un gobernador que estaba atento a cuidar los derechos de sus gobernados –nunca explicó por qué tardó un mes en reaccionar al asesinato de Giovanni–, pero la Fiscalía estatal detuvo a jóvenes que protestaban por el crimen mediante “detenciones ilegales y arbitrarias”, denunció la Comisión Estatal de Derechos Humanos, constituyéndose en su “desaparición forzada”.
El sábado ofreció disculpas en redes sociales, pero quiso fugarse una vez más hacia delante. En una entrevista con Televisa en Guadalajara, afirmó: “No fue un asunto menor. No estamos hablando de marchas y manifestaciones, estamos hablando de que Jalisco recibió una embestida brutal de grupos de intereses difíciles de identificar que construyeron una historia, una estrategia, que buscaron que hubiera muertos en Jalisco. Yo, guardadas las proporciones, me atrevo a decir que se empezaban a generar las condiciones para que aquí se construyera un nuevo Ayotzinapa”.
La analogía utilizada por Alfaro es baladí. Las condiciones que menciona se crearon por todas las deficiencias sistémicas en el sistema de procuración y administración de justicia durante su gobierno, que han sido señaladas durante meses. Pero él quiso vincular acciones con personas y grupos, ocultando sus fallas, sugiriendo incluso que el crimen organizado podría haber infiltrado a la Fiscalía para generar la violencia y las desapariciones forzadas. Esta es otra sinrazón. ¿Los cárteles de la droga actuando políticamente? Por favor gobernador.
La verborrea justificatoria de Alfaro lo exhibe como un político que al ser golpeado debajo de su línea de flotación, muestra una cara de embustero e indolente, rasgos que se tendrán que considerar si llegara a figurar en la boleta presidencial.