Lacónica y cortante fue la respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum a la pregunta expresa sobre la reelección de Rosario Piedra al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. “Es una decisión que se tomó en el Senado, y hasta ahí”, señaló. Hasta ahí. ¿Qué más podría decir? El proceso que se vivió en el Senado este martes fue algo mucho más profundo que la mera reelección de Piedra. Fue una batalla de fuerza real entre la Presidenta y su predecesor Andrés Manuel López Obrador, para saber quién manda, hoy en día, en México.
Lo trascendente de la sesión del martes en la Cámara alta fue la verbalización y socialización por parte de la oposición de que la reelección de Piedra era una imposición de López Obrador, que hace cinco años la escogió para anular y entrar en el proceso de aniquilamiento de la CNDH. Varias senadoras hablaron en la tribuna para expresar lo que les habían confiado senadoras y senadores de Morena sobre su inconformidad a la línea que les estaban marcando. En Morena aseguran que son suposiciones, pero el poder de López Obrador está bien anclado y la Presidenta no ha intentado siquiera cortar, pese a los costos que le está provocando. Existen evidencias.
López Obrador mantiene el sistema de comunicación encriptado del gobierno, que se conoce como “el teléfono rojo” –porque de ese color era antes–, instalado en su casa de Tlalpan y en el rancho en Palenque, mediante el cual se ha estado comunicando directamente con sus operadores en el Senado y la Cámara de Diputados, así como algunos miembros del gabinete, para darles instrucciones.
El único expresidente que tenía “teléfono rojo” fue Luis Echeverría, que hablaba a los secretarios de Estado para pedirles que apoyaran a su sucesor José López Portillo. Aunque, a diferencia de ahora, que lo hacía con el propósito de respaldar al presidente, lo incomodó. El entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, le dijo que él se haría cargo y en unas pocas semanas lo solucionó. Cuando López Portillo le preguntó cómo lo había hecho, le respondió que fue sencillo, le cortó la línea. Sheinbaum está lejos de hacerlo.
López Obrador no tiene sólo esa importante herramienta de comunicación interna. Dispone, como su esposa y sus hijos, de las camionetas blindadas que tenían cuando ocupaba la Presidencia, que ni han regresado, ni se las han pedido. Además, mantiene sus 15 escoltas de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana –porque no confía en los militares–, que significan un costo al erario de poco más de un millón de pesos, sin contar con una decena de militares a cargo de la vigilancia en el rancho chiapaneco. En la misma partida presupuestal de la Secretaría de Seguridad están más de 60 elementos que cuidan a su familia y a otros dos actuales funcionarios de Sheinbaum.
El activismo de López Obrador ha envalentonado a algunos de sus operadores. El coordinador de la bancada de Morena en el Senado, Adán Augusto López, por ejemplo, se atrevió a desafiar a la Presidenta cuando le propuso homenajear a López Obrador, quien cuando le dijo que el halago no le gustaría, le respondió que lo vería directamente con él. El martes fue él quien obligó a los senadores que estaban contra la reelección de Piedra a que votaran por ella, contraviniendo los señalamientos de Sheinbaum que temía que la polarización en el Senado acentuara la polarización en el partido.
El resultado del proceso no deja dudas. La reelección de Piedra fue claramente una victoria para López Obrador y una derrota para Sheinbaum. La Presidencia es de ella, pero el poder lo detenta él.
Esta realidad quedó al descubierto en la sesión del martes, pero no era algo nuevo. Desde que empezó la transición y le consultaba sus nombramientos, comenzaron los vetos –el primero de todos, a Alfonso Ramírez Cuéllar, a quien quería como coordinador de la bancada en San Lázaro y López Obrador lo prohibió– y las imposiciones en el gabinete; 12 secretarías están bajo el mando de quienes recomendó, incluidas cinco de las seis más sustantivas, así como las áreas que controlan el dinero o tienen recursos propios para construir hospitales y viviendas.
Le impuso la reforma judicial, no en el fondo, con el que estaba de acuerdo Sheinbaum, sino en los tiempos, porque ella quería llevarla al tercer año de su gobierno para no poner en riesgo inversiones. También la obligó, mediante su control sobre el Congreso, a la “supremacía constitucional”, con la que tampoco estaba de acuerdo porque generaría la idea de un régimen autoritario. Poco ha podido hacer, y la reelección de Piedra es el último ejemplo.
Como se apuntó ayer en este espacio, Sheinbaum quería que quedara al frente de la CNDH Nashieli Ramírez, una experimentada defensora de derechos humanos con quien trató cuando fue jefa de Gobierno de la Ciudad de México, y desde Palacio Nacional se desplegó una estrategia mediática para impulsarla, donde varias plumas cercanas a la Presidencia o en las viejas nóminas que manejaba el hoy coordinador de asesores, Jesús Ramírez Cuevas, se pronunciaron por ella para que resultara electa.
No se pudo porque la sumisión que mostraron senadores y senadoras de Morena que se oponían a la reelección de Piedra fue más poderosa que lo que se quería en Palacio Nacional. ¿Por qué fue posible esto? Porque López Obrador puede hacerlo. Prácticamente todos los legisladores y legisladoras de Morena en las cámaras le deben el puesto a él, y el voto mayoritario lo ve López Obrador como suyo. El expresidente se sigue comportando como presidente, y el control que tiene sobre Sheinbaum no es sobre ella como persona, sino sobre su Presidencia.
López Obrador no se fue a su rancho en Palenque como había prometido hasta un mes después. Pero no se aisló, sino que, desde las sombras, con la estructura presidencial intacta, operó políticamente contra los intereses y necesidades coyunturales de la Presidenta. ¿Hasta cuándo esta realidad cambiará? Si está dispuesta a modificarla, hasta que se afiance en la Presidencia, le quite fuerza y le arrebate lealtades. Antes, imposible.