Angela Merkel, la respetada canciller federal de Alemania, encontró “problemático” que Twitter le cerrara la cuenta a Donald Trump, un presidente electo en las urnas, y objetó que sean las empresas de tecnología privadas quienes gobiernen el derecho a la libertad de expresión y no los legisladores, como en su país, donde han regulado las plataformas sobre la difusión de discursos de odio. El ministro de Finanzas de Francia, Bruno Le Maire, también dijo que el Estado debe ser el responsable de las regulaciones, no “la oligarquía digital”, a la que llamó “una de las amenazas” a la democracia. Twitter y Facebook censuraron a Trump tras años de hipocresías y tolerancia a su discurso de odio.
El primer líder que criticó a las empresas de tecnología fue el presidente Andrés Manuel López Obrador, lo que, sin embargo, no lo hace estar en la misma liga que Merkel y Le Maire. La razón es simple. Alemania y Francia condenaron la violencia en el Capitolio y criticaron la instigación de Trump de la insurrección que amenazó la democracia, mientras López Obrador sólo criticó que le cerraran sus cuentas, pero no censuró la violencia, ni defendió la democracia. Se puso del lado de Trump, a contracorriente de los gobiernos demócratas del mundo. No contempló que esas acciones de las empresas, si bien cuestionables, no violaron ningún derecho constitucional.
Entrar al fondo del debate es importante. Twitter y Facebook actuaron correctamente al suspender las cuentas de Trump porque sus mensajes de odio estaban sustentados en falsedades. Trump quería que sus seguidores, mentes manipuladas por él tras años de mensajes en Twitter y Facebook, tomaran por asalto al Capitolio y sabotearan el proceso de certificación de la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales.
La turba, alimentada mediante las redes sociales por los grupos de extrema derecha leales a Trump, llevaba consignas de “ir a la caza” del vicepresidente Mike Pence, que se había negado a violar la Constitución, y a asesinar a la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, por “traidora”. Mantener las cuentas abiertas de Trump significaba que las órdenes del mariscal de la insurrección continuarían el proceso de desestabilización.
No obstante, Twitter y Facebook son hipócritas. Reaccionaron drásticamente tras años de relajamiento en sus políticas con líderes como Trump, quien desde un principio utilizó un discurso incendiario que polarizaba como mentía, e insultaba como difamaba, sin que hicieran nada por contenerlo. “Las redes sociales entre la laxitud y la censura”, tituló el diario Le Monde su editorial del lunes, al señalar que esas decisiones sin precedente abrían una vertiginosa discusión sobre la libertad de expresión, pero era “lamentable que hasta que se dio ese contexto explosivo, las plataformas resolvieran un debate inquietante desde hace varios años”.
Trump llegó a la presidencia con la estrategia dual de los servicios de inteligencia rusos y de spots segmentados en Facebook, que a través de desinformación, falsedades y campañas sistemáticas de desprestigio contra su adversaria Hillary Clinton, manipuló a un electorado hambriento de ese tipo de contenidos de ficción. “Para ser honesto”, le dijo Trump a María Bartiromo, que lo entrevistó en la cadena Fox seis meses después de llegar a la Casa Blanca, “dudo que estaría aquí de no ser por las redes sociales”. Son las mismas redes que ahora lo censuraron ante el riesgo de que se volvieran cómplices abiertas del delito de sedición.
Las redes sociales han sido una herramienta toral en la democratización de la información y el debate público, pero como sucede en sociedades asimétricas en conocimiento y recursos, se han convertido en una externalidad ominosa de la democracia, al servir como instrumentos muy eficaces para subvertir la democracia. Trump y las fuerzas oscuras detrás de él se apoderaron del poder en la democracia más vieja del mundo y sistemáticamente trataron de minarla. Afortunadamente para quienes creen en la democracia, las instituciones en Estados Unidos fueron más fuertes que él, y derrotaron a quienes querían destruirlas.
El debate se socializó. López Obrador, aunque por la puerta del autoritarismo, la abrió. Debería haber alternativas, dijo la semana pasada, donde el Estado creara sus propias plataformas. Su pensamiento lo muestra. Quiere un Estado autoritario, como China, que ya creó su propia plataforma para contrarrestar a las estadounidenses en la guerra de imperios, en lugar de proponer, como lo hizo Alemania –quizá porque sabe que el Poder Legislativo sólo lo obedece a él–, que los mecanismos de regulación se creen mediante leyes en un orden democrático.
No se le puede pedir a López Obrador estar al tanto de lo que sucede en Europa, donde hay un genuino interés por impedir que gigantes como Twitter y Facebook definan el discurso, establezcan los parámetros del debate y decidan qué es la libertad de expresión. López Obrador se vio en el espejo de Trump, con el reduccionismo intelectual característico de él, que no le permite pensar en términos públicos y estratégicos, sino personal y coyuntural. Tampoco se puede esperar que el Poder Legislativo, bananero en el sentido más peyorativo de la expresión, que se utiliza como eufemismo de subdesarrollo, haga algo a menos que se los ordene el Presidente, y en los términos que les indique.
No debemos permitir que se siga construyendo un Estado autócrata. El debate público debe estar más allá de quienes defienden el autoritarismo y con quienes creen en la democracia, para analizar las formas de impedir que la voracidad de los gigantes tecnológicos creadores de “las benditas redes sociales” a las que tanto elogia López Obrador y de las que se vale permanentemente para difamar y lanzar campañas de odio contra quienes piensan distinto a él, se apodere de nuestro pensamiento.
Hay que denunciar a las neocolonizadoras tecnológicas, y esperar que un nuevo Congreso en México entre seriamente, con responsabilidad y profesionalismo, a la discusión de quién decide nuestras libertades.