El debate abierto sobre el espionaje a periodistas, abogados de derechos humanos y activistas, ha tomado un rumbo absurdo. Se hace énfasis en la denuncia del programa Pegasus, que se utilizó para intervenir sus teléfonos celulares, como si el software, por más inteligente que sea, decidiera que su papel no es indagar lo que planean los criminales o los terroristas, sino los adversarios del gobierno.
El absurdo que encierran estas palabras es equidistantemente proporcional al absurdo de la discusión. No es el programa, sino la utilización que se le da a Pegasus.
No es perverso el software, sino quién o quiénes usaron su tecnología para fines ajenos para los que fue adquirido. Por tanto, Pegasus no es a quien se debe condenar, sino a quienes emplearon el sofisticado y eficiente programa para combatir al crimen, para el espionaje político.
Este último punto lleva a una discusión soslayada. El espionaje de marras no es el principio del problema, sino la última expresión de un delito que se arrastra desde hace más de dos décadas.
El espionaje se convirtió en un deporte nacional donde participan los agentes políticos y sociales. Que lo practiquen los gobiernos es una verdad de Perogrullo. También lo hacen las grandes empresas, que practican intervenciones telefónicas.
En las campañas electorales se denuesta a rivales con grabaciones y videos realizados subrepticiamente. Hasta se dio el caso en la elección presidencial de 2012, que un medio de comunicación pequeño pagó por la intercepción telefónica en la campaña de la panista Josefina Vázquez Mota, para hacerle favor al PRI.
Inexplicable, por limitado, que todo el debate público se enfoque al gobierno federal.
Esto no quiere decir que carezca de relevancia que los mexicanos sepamos quién abusó del poder al utilizar herramientas para combatir a la delincuencia y a terroristas, en personas que no eran una amenaza para la seguridad interior o la seguridad nacional del país, pero que tienen como común denominador que son una molestia regular para el gobierno federal, aunque habría que preguntarse, objetivamente, si en efecto, Pegasus sólo está en manos de dependencias federales. Si queremos aproximarnos a la verdad, convendría revisar otros casos de espionaje.
El más importante, porque es el antecedente directo e inmediato a la investigación sobre el espionaje a periodistas, abogados de derechos humanos y activistas, se publicó en febrero pasado en The New York Times, que reveló que tres de los activistas que cabildearon el impuesto a las bebidas con un alto contenido de azúcar, habían sido espiados mediante un programa desarrollado por la empresa israelita NSO Group.
El espionaje revelado la semana pasada, involucraba al mismo diario y a la misma empresa fabricante del software, al que en esta ocasión ya identificaron como Pegasus.
La pregunta es si podría considerarse a Simón Barquera, director de Investigación en Políticas y Programas de Nutrición del Instituto Nacional de Salud Pública; a Luis Manuel Encarnación, exdirector de la Fundación Mídete, y Alejandro Cavillo, fundador de El Poder del Consumidor, que fueron los tres cabilderos espiados, una molestia para el gobierno federal.
Hasta donde uno puede alcanzar a comprender con lo que se aprecia en el primer plano, Barquera, Calvillo y Encarnación deben haber sido un dolor de cabeza para la industria refresquera y para quienes están vinculados a ella, porque el impuesto les iba a reducir sus márgenes de ganancia. Pero, ¿el gobierno federal también resultaría afectado? Sólo positivamente, al ganar mayor recaudación.
Entonces, si para el espionaje sobre tres personas que tenían como común denominador que eran una molestia para la industria refresquera se utilizó el Pegasus, ¿no existe la posibilidad que el software esté en manos también de quien no trabaja en el gobierno federal?
Es aquí donde cobra sentido saber quiénes fueron los intermediarios entre el gobierno y los proveedores, porque si como estableció el Times, Pegasus sólo se vende a gobiernos para combatir el crimen y el terrorismo, ¿violaron los brokers las cláusulas de los contratos? ¿Vendieron a quienes nunca debieron haber tenido acceso a ese poderoso software? Si fuera este el caso, los brokers tendrán un problema con los fabricantes del producto y el gobierno federal, si desconociera el hecho, por sus descuidos en el tema de la seguridad y no vigilar que ese software jamás cayera en manos privadas.
Esto lleva la discusión a un siguiente nivel. ¿Por qué sólo se está enfocando la condena al espionaje ahora que se trata de periodistas, abogados de derechos humanos y activistas?
La misma enjundia tendría que aplicarse al espionaje que desde principios de este siglo se ha venido realizando de manera sistemática a periodistas, abogados de derechos humanos y activistas, pero también a políticos, funcionarios públicos y empresarios, que en el pasado, lejos de ser motivo de repudio, ha sido manjar para los medios de comunicación, que sin cuestionar los orígenes de infinidad de materiales ilegalmente obtenidos que se les hace llegar, los difunden como si fuera resultado de investigaciones periodísticas.
El fin justifica los medios –la frase atribuida a Maquiavelo–, en su máxima expresión. El bien mayor es el sustento del aforismo. Sin embargo, ¿qué tantas veces ese tipo de prácticas ilegales fueron en beneficio del bien mayor? Muy pocas, en efecto.
La mayor de las veces fue para difamar, estigmatizar y, finalmente, descarrillar a políticos o dañarles su imagen. El espionaje al servicio de la propaganda. De esto no se habla, por supuesto, porque de ese ejercicio han vivido medios y políticos en los últimos años, particularmente, al servicio del poder.