La 23ª Asamblea Nacional del PRI, celebrada el sábado pasado, nos mostró lo alejados de la realidad que están sus líderes, Alejandro Moreno, presidente del partido, y Rubén Moreira, coordinador de la bancada tricolor en San Lázaro, que no se han dado cuenta de que el partido, si bien no ha muerto, se está pudriendo.
Moreno jugó incluso con la posibilidad de ser candidato presidencial en 2024 y de regresar al poder al PRI, mientras Moreira declaró que ya habían “corrido a patadas el neoliberalismo que les impusieron”. Ellos sabrán sus razones para estos posicionamientos que dañan a la oposición, y le regalan tres años al presidente Andrés Manuel López Obrador para que termine de extinguirlo.
Están muy extraviados. Moreira, líder alterno del PRI, habla de “neoliberalismo”, la palabra que está intrínsecamente asociada con López Obrador, que la emplea diariamente para recordarle al electorado que, durante ese periodo que fija en tres décadas, todos los males mexicanos y la corrupción fueron resultado de su abuso y riquezas mal habidas. Si es cierto o no, es irrelevante, pero ese discurso le dio el 53% por ciento del voto y lo convirtió en el mandatario con mayor legitimidad y fuerza de la historia. Su error táctico al mencionar esa palabra, convierte su fallida autocrítica en un clavo más en el ataúd del PRI.
El PRI perdió autoridad moral y no ha hecho nada por reconstruirla. Ni siquiera tiene que ver con lo que ha hecho o no como oposición, sino porque no ha tenido un contradiscurso a López Obrador que neutralice sus acusaciones. Su liderazgo es blandengue, falto de inteligencia estratégica y creatividad para encontrar una voz y un tono persuasivos para el electorado. Moreno y Moreira tienen una fuerza que sólo se mide en términos nominales, por lo que lances retóricos como los que tuvieron el sábado, lejos de ser un llamado a la acción, son un aviso de autodestrucción.
En febrero de 2018, de acuerdo con las encuestas previas a la campaña presidencial, el 48% del electorado decía que no votaría por el PRI. La ola que ahogó al PRI en la elección confirmó la percepción negativa sobre ese partido, cuya estrategia contra el candidato del PAN, Ricardo Anaya, contribuyó también a su descalabro. Desde entonces, el PAN se recuperó, Movimiento Ciudadano emergió como una fuerza política con potencial, y el resto confirmó para qué sirven, como bisagras al servicio del mejor postor. El PRI siguió hundiéndose y sus negativos se han acrecentado.
En la última encuesta de Reforma rumbo al 24, el 66% dijo que no estaría dispuesto a votar por ningún candidato del PRI. En otro estudio, realizado por Buendía&Márquez, el PRI sólo superó al PRD en opiniones positivas, por debajo de 30%, pero en opiniones negativas, no hay nadie que esté por encima. Casi el 50% piensa mal del PRI, que es un dato correlacionado con el “nunca votaría” por ese partido. Lo que estos datos sugieren es que la ecuación para el 24 y, quizá, la alta popularidad de López Obrador, pasa por la sobrevivencia del PRI.
La alta aprobación del Presidente es por su popularidad, como se sabe. Para observadores cuidadosos, su alto rendimiento es notable frente a las cuatro crisis que enfrenta, la pandemia, la económica, la de seguridad y la social. Sin embargo, la tormenta perfecta no lo moja. ¿Qué tipo de animal político es? En este caso, es notable su olfato fino y el diagnóstico certero. Se puede argumentar que su popularidad está directamente asociada con el desprestigio del PRI, que permanece anidado en la mente de los mexicanos.
Lo más sobresaliente de los negativos del PRI es que la gente lo evalúe como si estuviera en el poder. Sin embargo, el PRI se encuentra en picada desde las elecciones intermedias en 2015, que confirmó con su debacle en 2018, y se ratificó en las intermedias pasadas –donde la oposición real la absorbieron el PAN y Movimiento Ciudadano– y en la pérdida imparable de gubernaturas. ¿Por qué ese partido, guiñapo de lo que fue y con rendimientos políticos decrecientes, se mantiene en lo alto del imaginario colectivo? Porque López Obrador visibilizó y amplificó los agravios, corruptelas e ineficiencias del gobierno podrido de Enrique Peña Nieto, que por tan reciente todos recuerdan.
López Obrador extiende ese descrédito a otros expresidentes “neoliberales”, con el discurso simple y reduccionista que le funciona, aprovechando la memoria histórica, no de tres décadas, sino apenas del sexenio anterior. Le ayudan torpezas y errores analíticos como las palabras de Moreira, que actúan como un tiro en su propio pie. Alimentar diariamente el desprestigio del PRI, acusándolo de ratero montado en los datos de percepción negativa del partido, le ha alcanzado a López Obrador para esconder sus fallas y mantener una popularidad alta. Al mismo tiempo, estar vinculado al PRI está perjudicando al PAN, que en la encuesta de Reforma tiene como rechazo para votar al 61%.
En ese mismo estudio, las oportunidades y lo putrefacto quedan claramente expuestos. El 49% piensa que el PRI es el partido que más daño le ha hecho al país, contra el 15% que considera lo mismo de Morena y el 10% que lo dice del PAN. En esta ecuación, el que apesta es el PRI. La conclusión es que, probablemente, para que haya una merma en la popularidad de López Obrador al ser golpeado por la realidad, tiene que desaparecer el escudo que lo protege, el PRI.
Al mismo tiempo, para que el PAN pueda convertirse en una oposición real y competitiva, tiene que dejar de arrastrar al dinosaurio putrefacto que tiene atado. Es decir, la fórmula que ayuda a la oposición pasa por eliminar el lastre del PRI. Mientras no se liquide al tricolor, no habrá candidatos de oposición competitivos, y el presidente López Obrador seguirá navegando con viento a favor al mando del barco que transportará a quien elija, para el 24, a Palacio Nacional.