El Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, que se fundó en 1989, tiene 21 países miembros, entre los cuales figuran tres de las siete principales potencias industriales de Occidente, China y Rusia. Su fuerza económica es enorme, al sumar 56% del producto interno bruto del mundo, y su intercambio comercial es la mitad de lo que generan el resto de los 174 países del planeta. Dentro de tres semanas tiene su reunión anual en San Francisco, y es difícil que el presidente ruso Vladímir Putin sea invitado –por la invasión a Ucrania–, o viaje en caso de que lo fuera –porque podría enfrentar acusaciones criminales en Estados Unidos–. Pero entre quienes sí han sido invitados hay una declinación vergonzosa, la del presidente Andrés Manuel López Obrador.
El Presidente mexicano hizo público su rechazo a la invitación con el pretexto de que “no tenemos relaciones con Perú y es para ver lo de Asia Pacífico”. La declaración es para poner los pelos de punta. México sí tiene relaciones con Perú, y quien decidió unilateralmente no tener relaciones con la presidenta Dina Boluarte, es él. López Obrador, que no digiere la destitución de quien consideraba su protegido, Pedro Castillo, tomó una decisión por motivos personales sin evaluar los intereses nacionales. Más aún, el desdén para con esa cumbre refleja su incomprensión sobre para qué sirven las relaciones exteriores que le generan oportunidades perdidas. No debería sorprendernos, pero la película en cámara lenta de tantos desatinos no deja de asombrar.
Apenas hace dos semanas se ausentó de la cumbre del G-20, que reúne a las potencias económicas del mundo, celebrada en Nueva Delhi, para estar en Colombia en una reunión regional sin beneficio alguno sobre narcotráfico, y llegar a tiempo a Chile, para la conmemoración del aniversario 50 del golpe de Estado a Salvador Allende. Esta semana fue el único presidente latinoamericano con gravitas política y económica que no participó en la sesión plenaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
López Obrador se quedó en México jugando a la soberanía, después de ceder ante el gobierno de Estados Unidos y extraditar a Ovidio Guzmán López, el hijo de Joaquín el Chapo Guzmán. No fue al G-20, pero en La Habana, México fue recibido nuevamente el sábado, por aclamación, en el Grupo de los 77, que reúne a 134 países en desarrollo, emergentes y a China, que quiere volver a ser contrapeso a Estados Unidos. El domingo participó en el desfile del 16 de septiembre el Regimiento Preobrazhenski, que ha contribuido con batallones al frente ruso a la invasión a Ucrania.
El espejo para ver la política exterior de López Obrador es Luis Inácio Lula da Silva, el presidente de Brasil, que tan pronto regresó al poder empezó a desplegar de manera agresiva la diplomacia de Itamarati, que históricamente rivalizó con la Cancillería mexicana, y que hoy esa competencia por prestigio e influencia en el mundo ya no existe al haber abandonado la plaza el oriundo de Macuspana.
Tan pronto asumió la Presidencia, Lula preparó un viaje a China a donde lo acompañaron más de 200 empresarios, para relanzar las relaciones bilaterales y ganar apoyos para una iniciativa de mediación en Ucrania. A diferencia de López Obrador, que tuvo como ocurrencia proponer un alto al fuego entre Ucrania y Rusia, con lo que avalaba la ocupación de casi la mitad de territorio ucraniano, Lula ha ido tejiendo directamente con los líderes, en lugar de utilizar un atril en el Palacio de Planalto, la sede del gobierno brasileño. Lula fue a la sesión plenaria en las Naciones Unidas, donde, como es tradición, fue el primer líder en pronunciar su discurso, y se reunió con el presidente Volodímir Zelenski.
En las Naciones Unidas también sostuvo un encuentro con el presidente Biden, que desde hace meses se buscó sin éxito que tuviera López Obrador, y ambos lanzaron una iniciativa para promover el trabajo digno en todo el mundo, que los capacite ante las innovaciones tecnológicas y enfrente la desigualdad, que esperan presentar en la próxima reunión del G-20 el próximo 1 de enero, que será en Brasil. Lula no ha soslayado al G-20, y fue a Nueva Delhi sacrificando su asistencia a la conmemoración del golpe de Estado en Chile. Tampoco ha ignorado a la presidenta Boluarte, y aunque ideológicamente es cercano al depuesto Castillo, mantiene una relación fluida con Perú.
El discurso de Lula en las Naciones Unidas incluyó una crítica al diseño institucional del Consejo de Seguridad, el órgano político de la ONU, con el trasfondo de la lucha de años de Brasil por que se amplíe el número de miembros permanentes, y que sea esa nación la que ocupe el asiento latinoamericano. México siempre estuvo en contra de la ampliación, pero el trabajo diplomático para impedirlo es inexistente hoy en día. Biden recordó en su discurso que está a favor de ampliar la membresía permanente del Consejo de Seguridad, y que estaba hablando con los interesados. La reunión con Lula vino después. Dos más dos son cuatro.
López Obrador ha profundizado su aislamiento y ha reducido el perfil de México en el exterior. El Presidente ha ido achicando todo y cada vez es tomado menos en cuenta. Quería armar un bloque latinoamericano encabezado por él, en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, pero Brasil le hizo el vacío. Lula está en otras cosas. No grita como López Obrador contra Estados Unidos, haciendo todo lo que le piden, y sin onomatopeyas reforzó su relación con Biden, sin menoscabo de sus lazos con China y participar en el proyecto de romper la hegemonía de Estados Unidos en lo económico y político.
López Obrador piensa chiquito. Ayer, cuando anunció que no iría a San Francisco, dijo que, como compensación, espera que Biden le acepte la invitación para que vea el Tren Maya o el Transístmico, que le formuló desde hace tiempo. Que espere sentado. Quiere que Biden lo invite a Washington en noviembre o enero. A ver qué le responde.