En los últimos días han circulado en las redes sociales preguntas sobre la salud de Andrés Manuel López Obrador. No es un tema que le guste en absoluto y cada vez que se le menciona a sus cercanos, la reacción es descalificadora.
En diciembre pasado, el entonces precandidato del PRI, José Antonio Meade, propuso que se sometieran todos los aspirantes a la Presidencia a pruebas de salud física y mental; López Obrador rechazó de inmediato.
“Es un asunto muy banal”, dijo, “el país tiene graves problemas”. El tema no es intrascendente, sino fundamental. Cuando se vota por un candidato, se le entrega un mandato para que tome decisiones en nombre suyo.
Por tanto, se da esa confianza a una persona y espera que termine su periodo en el cargo y no que sea alguien más, a quien no escogió, quien lo concluya.
La salud en una persona que va a dirigir un país es tomada con seriedad en muchas naciones. Los demócratas se cimbraron cuando las cámaras tomaron durante la campaña presidencial a Hillary Clinton, desvaneciéndose al subir a su vehículo.
Boris Yeltsin ocultó su alcoholismo durante su campaña presidencial, con una serie de presiones a la prensa rusa para que no hablaran de ese tema, enfermedad que le provocó problemas en el mundo.
El presidente Franklin D. Roosevelt murió en la Casa Blanca durante su cuarto mandato, que buscó a sabiendas de que tenía una enfermedad del corazón avanzada e hipertensión.
“La gente tiene el derecho a saber si el candidato tiene una razón para creer que puede morir durante su gestión”, declaró a la CNN, en 2016, George Annas, presidente del Departamento de Salud, Bioética y Derechos Humanos de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Boston.
El tema de la salud de López Obrador es relevante ante la fuerte posibilidad de que sea Presidente de México. Su salud no es óptima, sobre todo después de que fuera intervenido de emergencia por un infarto en diciembre de 2013, que lo tuvo prácticamente muerto sobre la plancha del quirófano.
A los políticos en general no les gusta revelar su estado de salud, y López Obrador está muy lejos de ser la excepción. “También le contesto”, refutó a Meade en diciembre, “soy hipertenso. Me tengo que tomar unas pastillas, un cóctel de pastillas diarias para que no me aumente la presión y que yo no me enoje”.
Durante y tras su intervención quirúrgica, los asuntos de Morena, como las protestas en la Cámara de Diputados en contra de la Reforma Energética, quedaron en manos de su hijo Andrés, con lo cual toda la fuerza de la izquierda social se evaporó sin su liderazgo.
En la operación le colocaron un stent, que es un dispositivo que se utiliza para tratar los bloqueos significativos en las arterias del corazón. La obstrucción de las arterias puede desencadenar problemas cardiacos, como es la hipertensión.
Este padecimiento ha sido motivo de preocupación desde que tuvo el doble infarto en 2013, que lo llevó a contratar a un grupo de médicos cubanos, que viven en Miami, encabezados por el neurocirujano Félix Dolorit, quien trabaja en el Hospital Comunitario en Larkin, en el condado Miami-Dade, que es un especialista reconocido mundialmente en el tratamiento de enfermedades de la columna vertebral, de la cual también padece.
Desde diciembre de 2013, el doctor Dolorit ha viajado regularmente a México para revisar a López Obrador, con frecuencias que han llegado a ser, incluso, quincenales.
En total han sido poco más de 150 viajes realizados por el especialista cubano-estadounidense, quien lo atiende junto con el equipo de médicos que vigilan la salud del candidato presidencial en su propio domicilio, en la delegación Tlalpan.
El trabajo constante de los médicos en México los llevó a fundar, como un negocio paralelo, el Centro de Especialidades Médico Cubanas, que se encuentra en la colonia Roma.
La discusión pública sobre la salud de un gobernante o un candidato es pertinente. En junio de 2014, López Obrador se refirió a la salud del presidente Enrique Peña Nieto, quien dos meses antes había sido intervenido quirúrgicamente para retirarle un nódulo tiroideo benigno.
“Existe el rumor de que Peña Nieto está enfermo”, escribió López Obrador en su cuenta de Twitter, el 5 de junio de ese año. “Ni lo creo ni lo deseo. Pero es una buena salida para su renuncia por su evidente incapacidad”.
El candidato presidencial jugaba con la salud y las palabras en aquél entonces, pero al debatir públicamente sobre un tema de salud pública, abría la puerta para que la suya propia formara parte del debate nacional.
Los problemas en su columna vertebral son dolorosos y pueden llegarlo a tener incapacitado por algunos días, como cuando al presidente Vicente Fox lo intervinieron, en 2003, para corregirle una hernia discal.
La hipertensión es diferente, aunque, con una dieta saludable, evitar el uso nocivo del alcohol, no fumar, hacer ejercicio en forma regular y gestionar el estrés de una forma saludable, los riesgos de esa enfermedad llamada “asesina silenciosa”, se puede controlar y minimizar.
Discutir la salud de los candidatos presidenciales no es una superficialidad, como la ha señalado López Obrador, aparentemente el menos saludable de la quinteta de aspirantes, y el que tiene más posibilidades de triunfar.
Sería útil que todos los candidatos mostraran sus certificados de salud para que los conozcan los votantes. Con esa transparencia aportarían información adicional al elector quien, de cualquier forma, votará por quien desee sobre la base de sus propias consideraciones y a sabiendas de lo que puede esperar.