El presidente Andrés Manuel López Obrador y su hijo José Ramón López Beltrán están en un pantano. Entre más chapalean, más se hunden. La casa gris se está convirtiendo en esa ciénaga en la que se metió el presidente Enrique Peña Nieto con la casa blanca de su esposa, detonante de un descrédito imparable que le colocó sobre la frente la etiqueta de corrupto, por los paralelismos creados por las propias declaraciones de López Obrador sobre la residencia donde vivió casi un año su hijo, y que los hace ver cada vez más iguales que su antecesor. O peor.
La casa blanca fue un problema de posible conflicto de interés porque el agente inmobiliario fue Higa, la empresa de Juan Armando Hinojosa, íntimo amigo de Peña Nieto, que hizo mucho dinero a lo largo de las décadas de trabajar en el Estado de México. La casa gris comenzó con la sospecha de conflicto de interés por ser propiedad de un exejecutivo de Baker Hughes, que estaba obteniendo contratos con Pemex, y ha escalado ahora a otro acto ilegítimo, cuando menos, confirmado paradójicamente por López Beltrán y por su padre.
Este nuevo episodio, que tanto ha enfurecido al Presidente, comenzó a partir de un esfuerzo de arropamiento presidencial de todas las gobernadoras y gobernadores de Morena, para que recupere la iniciativa política y el control de la conversación. El problema es que lo hacen como si quisieran limpiar copas de cristal con guantes de box, como sucedió la noche del domingo, cuando López Beltrán y su esposa difundieron comunicados en las redes sociales donde negaban cualquier conflicto de interés, y revelara el hijo del Presidente que desde 2020 trabaja como asesor legal de desarrollo y construcción para la empresa KEI Partners, de Houston.
Sin estar resuelto aún el probable conflicto de interés con Baker Hughes, que la empresa niega, porque hasta ahora la Secretaría de la Función Pública no ha abierto ninguna investigación para deslindar responsabilidades –como en cambio sí lo hizo cuando la casa blanca–, López Beltrán abrió un nuevo flanco de crítica y exigencia de rendición de cuentas para él y para su padre. El primogénito se quejó de intromisión en su vida privada, lo cual tendría razón de no ser porque al difundir él mismo en las redes sociales una vida de lujo y privilegios, en contradicción con lo que pregona su padre como Presidente, lo convierte en un tema de interés público al mostrar deshonestidad y opacidad en la estigmatización de López Obrador a ese tipo de vida.
Pero para todos efectos, parecería que esos ingredientes morales y de congruencia no importan. Desde el domingo en la noche circuló en las redes sociales que KEI Partners pertenecía a Érika Chávez e Iván Chávez, hijos del empresario Daniel Chávez, propietario del Grupo Vidanta, y a Karla Wiedemann. El Presidente confirmó el lunes que, en efecto, su hijo trabaja en una empresa de Chávez, quien lo ayuda probono en la supervisión del Tren Maya. Chávez es mucho más que eso. El empresario es su asesor y autor intelectual de la idea de la rifa del avión presidencial hace dos años, y de rentarlo mensualmente a empresarios. López Obrador anunció esas ideas dentro de las cinco opciones sobre el destino del avión el 17 de enero de 2020.
Haberle dado trabajo a López Beltrán, que implica un potencial conflicto de interés, tendría que ser investigado también por la Función Pública, para entender y dilucidar cuál fue la razón para que el amigo y asesor de su padre, le diera empleo como “asesor legal” en Houston, a donde se mudó con su familia. Su visa, por lo que se entiende, es de “profesional”, que es un permiso de trabajo temporal establecido dentro del Acuerdo Comercial de América del Norte, que tiene entre otros requisitos tener al menos cinco años de haberse graduado, lo que cumple.
Chávez no ha explicado sus razones para tenerlo en su nómina, ni informado su salario o los argumentos profesionales para darle trabajo como asesor legal en Texas, donde carece de experiencia como abogado. López Obrador defendió a su hijo y a su viejo amigo argumentando que Chávez no tiene contratos con el gobierno, pero igual sucedió con Hinojosa cuando el escándalo de la casa blanca, que no tener contratos con el gobierno federal –una licitación donde participó Higa con los chinos para la construcción del tren bala México-Querétaro fue cancelada– no importó. En ese entonces, la posición de López Obrador fue de condena; hoy, de justificación.
El 10 de noviembre de 2014, un día después de publicarse la información sobre la casa blanca, López Obrador escribió en su cuenta de Twitter: “El asunto de la nueva casa de EPN huele a lavado de dinero. Es un delito que debe investigarse de oficio. Un motivo más para que renuncie”. En septiembre de 2019, antes de cumplir un año como Presidente, su gobierno interpuso una denuncia penal contra varios exfuncionarios, que involucraba también al expresidente Peña Nieto, por lo que la Secretaría de la Función Pública reabrió la investigación sobre la casa blanca. La entonces secretaria, Irma Eréndira Sandoval, al sugerir que sus antecesores habían encubierto un delito, explicó que “percibimos un ocultamiento de información muy importante para el deslinde de las responsabilidades”.
Aquella posición de 2014 y 2019 no es congruente con la de 2021. La casa de su hijo en Houston no es conflicto de interés ni existe nada ilegal o lavado de dinero, como dijo de Peña Nieto. Tampoco considera renunciar, como exigió del expresidente. La casa gris, acusa, es un vehículo de golpeteo contra él, contra su proyecto y contra el futuro de su gobierno. No es así. La casa gris lo atrapó en sus contradicciones e inconsistencias, en su doble moral y en una falta de integridad como político, al desnudar su incongruencia. López Obrador puede seguir escalando el conflicto, pero el boquete en su coraza, no puede cerrarlo.
La casa gris, acusa No es así. La casa gris lo atrapó en sus contradicciones e inconsistencias, en su doble moral