La historia de Daniel Maté en México tiene que conocerse ampliamente. Es un canadiense que estudió sicología y filosofía en Montreal y teatro en Nueva York, que combina su trabajo profesional con labor social. Está escribiendo un libro con su padre, Gabor Maté, un reconocido conferencista y autor aclamado, especializado en jóvenes adictos. En una reciente conversación con él, le pregunté si tenía ganas de regresar a este país, días después de haber sido deportado. Caviló varios segundos y respondió que primero necesitaba sacar a México de su sistema. Lo más sorprendente de su respuesta fue que dejara abierta la puerta a regresar, después de haber vivido 24 días en el infame centro de detención que tiene el Instituto Nacional de Migración en Iztapalapa.
Maté había llegado a México para reunirse con su novia Katherine, que vive en Nueva York, escogido como punto de reencuentro porque el coronavirus hizo que Canadá se cerrara completamente.
Rentaron una casa en San Miguel de Allende, donde se le fue el tiempo sin darse cuenta de que su visa había vencido en junio, dos meses antes. Maté consultó con un abogado, que le dijo que ese tipo de violaciones normalmente no eran revisadas ni sancionadas por las autoridades, y que para renovarla en México, no sólo era un engorroso trámite burocrático, sino también costoso.
¿A qué se refería el abogado? Nunca se aclaró. Maté, quien estaba esperando la segunda dosis de su vacuna anti-Covid aquí, viajó a la capital federal y se hospedó en un pequeño hotel B&B (cama y desayuno) en la colonia Roma, donde cuatro días después tomó un autobús de ETN en la Central del Norte por la tarde del 28 de agosto, de regreso a San Miguel de Allende. Había pasado una hora de viaje cuando alrededor de las seis de la tarde una patrulla detuvo el autobús. La policía bajó a los extranjeros y les pidieron sus documentos. Con su visa expirada, la patrulla llevó a Maté al centro de detención.
Maté ingresó a la Estación Migratoria de Las Agujas, en Iztapalapa, microcosmos de la realidad migratoria en México, donde los derechos humanos, por años, son palabras que chocan contra las contradicciones del gobierno. Ahí llevan a personas que violaron su estatus migratorio, y a quienes entraron legalmente al país, como Maté atestiguó los casos de un estadounidense y con un grupo de venezolanos, cuya conexión a Monterrey en el aeropuerto Benito Juárez se frustró porque, sin importar que su documentación estaba en regla, los enviaron a ese centro de detención.
¿Cuántos pasan por esta situación? No se sabe, porque los niveles de violaciones a las leyes en Las Agujas, por la experiencia de Maté, abundan. El canadiense pudo hacer el día que llegó una llamada a Katherine, desde un teléfono de monedas. Las autoridades migratorias no informaron a su consulado, como procede en casos de extranjeros, para que reciba apoyo jurídico. Hasta donde se sabe, también mantuvieron a oscuras a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Katherine fue quien informó lo sucedido, y hasta el lunes un diplomático del consulado canadiense se puso en contacto con él.
La editora de Penguin Random House –que publica a Gabor Maté– en Vancouver habló con Roberto Banchick, director general del grupo en México (aclaro que he publicado varios libros con esa casa editorial), para que lo apoyaran. Banchik contrató un abogado que presentó un amparo el 10 de septiembre, por razones de salud, para que lo liberaran para ser atendido en un hospital. Maté fue colocado primero en el área de Las Agujas más grande y poblada, exclusiva para hombres, como la describió en la plática que tuve con él, donde convivió con hondureños y cubanos.
Posteriormente lo enviaron a una segunda área, más de corte familiar, dijo, donde conoció guatemaltecos, salvadoreños y ecuatorianos, y donde había colchones en los pasillos donde la gente dormía. Ocho días después de haber llegado a ese centro de detención, el 6 de septiembre, de acuerdo con el amparo, contrajo Covid-19. El 8 tenía fiebre, sudor, debilidad y pérdida del gusto. Entonces fue confinado en una jaula de unos 10 por 5 metros, donde llegó a contar hasta 22 personas, enfermos de Covid, algunos asintomáticos y otros muy delicados.
Lo que no sabía el canadiense era del trámite del amparo, porque su abogado nunca pudo verlo. El amparo le fue presentado por funcionarios de Migración y uno de ellos le dijo que si lo firmaba se quedaría unos seis meses más en ese centro. Maté, que no entendía qué era un amparo, pensó que era una trampa y no firmó. Las autoridades le mintieron y violaron la ley. En una llamada telefónica con él, Banchik se enteró de lo que sucedió, y le envió el libro Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson, donde a manera de dedicatoria le pidió en inglés que firmara el documento.
Ya no hubo oportunidad. La embajada canadiense estuvo presionando a la Cancillería, pero Migración la ignoró. Lo mismo sucedió con el amparo y con una denuncia por violar la ley, que presentó el abogado de Maté el 10 de septiembre. El poder paralelo de Migración es total. Los avisos sobre respeto a los derechos humanos en Las Agujas son una burla. La atención médica es casi nula. Tampoco hay traductores para quienes no hablen español. Pero, parafraseando a George Orwell, donde todos son iguales, hay unos menos iguales: los haitianos.
Maté habló con varios de ellos. Como una “maldición” le describieron su paso por México, lo peor que habían vivido en su largo recorrido desde Chile, entre cuyas experiencias contaron unas dramáticas como en Panamá, donde fueron retenidos y encañonados por días. Aun así, nada como México. Maté no sabe cuántos de ellos siguen ahí, o cuál fue el destino de quienes, a diferencia del canadiense, no tiene nada, ni a nadie, ni como él, pueden denunciar en libertad lo que sucedió en Las Agujas.