Las diferencias entre Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum siguen aumentando, lo que está aprovechando el sector puro que envuelve al Presidente para llenarle la cabeza de ideas malsanas contra la próxima presidenta, y seguir acotándola para inmovilizarla lo máximo posible. Es un juego peligroso para cualquier político sensato, pero no para López Obrador ni su claque, que quieren seguir gobernando por la convicción de que los más de 35 millones de votos y el de cerca de 40 millones que al no votar refrendaron las acciones sexenales del tabasqueño, le pertenecen a él, no a ella.
Al Presidente no le ha bastado imponer la agenda legislativa para los 30 últimos días de su mandato, ni el programa de gobierno para el primer año de Sheinbaum, ni imponer un gabinete transexenal, o traer a Sheinbaum persiguiéndolo por todo el país para que lo acompañe en mitines donde le declaran su amor eterno y la compromete a no desviarse ni una coma en la consolidación de su legado –obras, programas sociales y veneración–, distrayéndola de lo que debería estar haciendo: afinando su equipo de trabajo –que lo está haciendo Juan Ramón de la Fuente, como coordinador de la transición– y ordenando las prioridades –que están realizando su esposo Jesús María Tarriba y Omar García Harfuch–. Mientras la distrae, en Palacio Nacional preparan darle otro apretón a la tuerca.
Los puros están aprovechando las molestias del Presidente con Sheinbaum, que ha socializado en Palacio sus inconformidades con políticas públicas en materia energética y con sus discursos sobre su apertura a los proyectos de coinversión con el sector privado, y su malestar con la agenda feminista y LGBT de la próxima presidenta. El entorno de contrariedad del Presidente con su sucesora abrió la puerta para que su principal asesor político, Rafael Barajas, El Fisgón, monero de La Jornada, le propusiera un mecanismo para obligar a los legisladores de Morena en la próxima legislatura a que voten de acuerdo con lo que desee López Obrador, sin titubeos. De otra forma, el castigo que se ventila es la expulsión de Morena de quien no acate las órdenes de López Obrador, con lo cual sus posibilidades de acceso al poder quedarían canceladas.
Barajas es director del Instituto Nacional de Formación Política de Morena, donde se capacita a los cuadros del partido en el poder. Como parte de la estrategia realizó cursos introductorios para los nuevos legisladores y se prepara un decálogo para que les sea entregado, donde se detallan acciones concretas que tienen que cumplir durante los tres años que dura su mandato. El decálogo no contiene nada de lo que ha propuesto Sheinbaum dentro de su todavía incipiente agenda legislativa pública, sino que refuerza todo aquello que debe salir en septiembre y durante la siguiente administración. La línea que se les dará es de lealtad a López Obrador, no a Sheinbaum, obligándolos a firmar una carta compromiso que, de no cumplir, los castigarán.
El plan de Barajas fue aprobado por López Obrador, que en la medida que avanza la agonía de su sexenio, da más y más señales de querer controlar a Sheinbaum mediante los dos pilares del Estado mexicano, el Poder Judicial y el Poder Legislativo. La reforma al Poder Judicial, que es una de las exigencias a los legisladores, la va a seguir armando e instrumentando Arturo Zaldívar, enviado al equipo de Sheinbaum para esos fines, de conformidad con los planes del Presidente, sin que haya escuchado las sugerencias de la presidenta electa para que no fuera un tema con el cual arrancara su gobierno, ante el temor de la inestabilidad de los mercados y un posible freno a inversiones frescas, sino que fuera aprobada más adelante, dentro del primer trienio de su administración. El rechazo de López Obrador a su propuesta fue tajante. La instrucción que se dará a la nueva legislatura es que no muevan absolutamente nada que pueda afectar “el legado” del Presidente.
A López Obrador no le importa lo que suceda en el próximo gobierno. No alcanza a ver que el éxito de Sheinbaum será la consolidación de su legado. Su visión de corto plazo –en todo lo que no es electoral– tiene la lógica de que si las cosas salen mal, el costo sea para ella, no para él.
Las acciones que está realizando el Presidente no han pasado desapercibidas por la presidenta electa, pero no puede hacer mucho hasta que tome posesión el 1 de octubre. Para entonces, la operación de López Obrador y los puros para someterla estará instalada. El espacio de maniobra es tan estrecho que varios de sus colaboradores han confiado que ni siquiera pueden hablar con legisladores que llegarán a las cámaras en septiembre, por el riesgo de que el Presidente se entere y tome represalias.
A varios colaboradores de Sheinbaum les ha llamado la atención la calidad de información que tiene el Presidente sobre lo que hace su sucesora y lo que pasa en el equipo de transición. Las dos principales fuentes permanentes de información son las personas que tiene injertadas en el equipo desde la campaña, que responden al líder de Morena, Mario Delgado, y el sistema de intercepción de comunicaciones que maneja de manera autónoma el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, desde la precampaña. De ahí el manejo hermético en la toma de decisiones finales, que discute la presidenta electa con su esposo y García Harfuch antes de que las instrumente su equipo de confianza.
A diferencia de López Obrador, Sheinbaum no tiene ninguna garganta profunda en Palacio Nacional para adelantar las acciones que están tomando contra ella. Algunas son evidentes, como el prácticamente obligarla a viajar los fines de semana con él y junto con las señales de animadversión de los obradoristas, como se vio el viernes pasado en la primera plana de La Jornada, donde su noticia principal fue una reiteración retórica del Presidente sobre el caso Ayotzinapa, mientras que la designación del primer bloque de secretarios de Estado apenas ocupó un modesto espacio en el sótano de la primera plana.