Quizá, no hay tragedia más dolorosa que la de tener un familiar desaparecido. Cuando no borra, hunde en la niebla de la incertidumbre a aquel o aquella que se echa de menos, como también a quienes buscan dar con su paradero, cualquiera que éste sea. Desgarra el alma, la vida y el corazón de más de uno.
En un país donde fosas clandestinas o comunes, campos de exterminio, servicios forenses, cunetas, hornos crematorios o de ladrillos, barrancas, funerarias, predios rústicos, tambos o, incluso, establecimientos de los giros negros pertenecientes al crimen son sitio para rastrear la huella de un ser querido, el rumor de los desaparecidos es un himno a la barbarie y un sordo, pero brutal reclamo a la incapacidad o la indolencia de la autoridad para dar con ellos o responder por ellos en cumplimiento de un derecho fundamental, por no decir vital.
Los desaparecidos o, peor aún, los ejecutados son una pesadilla para todo jefe de Estado, pero en el encaramiento de esa desgracia es donde se revela la ética de la responsabilidad, el humanismo del estadista.
No es un asunto de cifras, sino de vidas sin noticia.
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Es preciso abordar esa terrible realidad –ante la cual buena parte de la sociedad se muestra indolente e inconmovible– porque, de acuerdo con el dicho presidencial, en estos días se dará a conocer el nuevo censo sobre los desaparecidos, cuya primicia será reportar un número inferior al oficialmente reconocido hasta ahora.
Por lo expuesto en más de una conferencia presidencial, lo que llevó a revisar el registro de personas desaparecidas no fue ni es el firme propósito de dar con el paradero de ellas. Tampoco fue una tardía, pero gallarda decisión de intensificar la búsqueda de los desaparecidos, ni la de poner fin al sufrimiento y el calvario de los familiares que rascan la tierra o entierran una varilla para luego oler la punta y determinar si expide el hedor de la muerte. No, nada de eso.
Por los indicios, el rechazo del registro elaborado fue y es el ansia de no asumir el peso ni recibir el impacto político supuesto en un hecho: de los más de 113 mil personas cuyo paradero se desconoce –conforme al dato de la Comisión Nacional de Búsqueda y no el dato presidencial de 126 mil–, más de 47 mil desaparecieron en este sexenio. Si el censo a punto de darse a conocer reporta una cantidad menor, será menester informar con pulcritud, solidez y transparencia cómo, dónde y en qué estado fueron halladas; precisar con puntualidad y rigor la metodología y el protocolo bajo los cuales se hizo el hallazgo; y, desde luego, aportar pruebas de vida… o de muerte.
No bastará argüir que se cruzó información con distintos padrones y la Secretaría del Bienestar preguntó casa por casa hasta dar con los desaparecidos. Se trata de seres humanos de cuya vida se perdió pista y esencia, de un malestar muy difícil de sobrellevar, no del reacomodo de cifras al gusto y bienestar oficial.
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El interés gubernamental está puesto en las cifras, no en las vidas porque, cuando el mandatario se refiere al terrible asunto, pone el acento en el registro o el censo, no en los desaparecidos.
El Ejecutivo va más lejos. Acusa irresponsabilidad y “mala fe” en el levantamiento del registro original y denuncia un supuesto manejo indebido de ese padrón: “no era nada más ineficiencia, sino había una intención de afectar al gobierno que represento”. En esa lógica, donde él y su gobierno son víctimas de una pretendida celada, no duda en cargar contra Karla Quintana, quien encabezó la Comisión Nacional de Búsqueda hasta el 23 de agosto. “La señora Karla y otros que estaban manejando esto –llegó a decir el presidente, el pasado 13 de noviembre– forman parte de una organización supuestamente independiente, pero les puedo garantizar que de derecha. ¿Cómo llegaron al gobierno de nosotros? Quién sabe.”
El apuro por demostrar que los desaparecidos son menos y Karla Quintana una infiltrada con su equipo, obliga a pensar en tres posibilidades. El ofrecimiento de dar abrazos al crimen incentivó la violencia y la barbarie de la delincuencia y, por lo mismo, elevó el número de desaparecidos; el valor oficial de concebir, estructurar y sistematizar un registro confiable de personas desaparecidas, crear protocolos de búsqueda y generar mecanismos de acción por parte de las fiscalías que no actúan como deberían, arrojó una verdad difícil de afrontar; el compromiso de romper con la inercia de tratar con indiferencia o desdén la suerte de los desaparecidos tuvo un giro, cuyo radio de viraje se verá en unos días.
Recontar o, quizá, borrar a los desaparecidos no resuelve la tragedia.
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De los muchos aspectos lamentables de cómo el mandatario expone el asunto, uno de ellos es decir que no sabe cómo llegó Karla Quintana al gobierno.
Lo es porque, suponiendo sin conceder ignorancia, asombra que habiendo hecho un compromiso en un tema tan delicado y doloroso como el de los desaparecidos, el Ejecutivo no haya prestado atención al equipo que integraría la Comisión Nacional de Búsqueda. Lo es porque con ese señalamiento descalifica a la exsecretaria y el exsubsecretario de Gobernación, Olga Sánchez Cordero y Alejandro Encinas, quienes evaluaron e incorporaron a Karla Quintana al ver en ella a una profesional con la convicción y el equipaje necesarios para arrostrar, aun con los riesgos supuestos, la odisea de buscar a los desaparecidos. Lo es porque pone en peligro a Karla Quintana y su equipo.
Es lamentable.
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Ojalá el giro a punto de darse en el compromiso adquirido no exprese desvío, fatiga o fastidio en la idea de no borrar de la memoria a quienes un día, de pronto, desaparecieron.
En breve
La presunta ministra hizo en estos días de toga y birrete, capote y estoque. ¡Olé!