La pausa impuesta por el periodo de intercampañas marca la última oportunidad para que tirios y troyanos, así como jueces y árbitros cobren conciencia del campo minado en el cual, dentro de cuarenta días, arrancará la campaña electoral.
Puede no parecerlo, pero las condiciones creadas por la clase política, algunos personajes civiles y el crimen organizado amenazan al proceso, por no decir a la democracia. Si el paréntesis no se aprovecha para tomar precauciones, mesurar actitudes y, hasta donde la lucha por el poder lo permite, desmontar ese campo, no habrá por qué extrañarse si hay peligrosos sobresaltos en la contienda o un conflicto poselectoral.
Por su naturaleza, las elecciones extreman posturas y diferencias, pero el único sentido de ello es llegar a una certeza. Sería absurdo ir de la incertidumbre electoral al desasosiego político. Más de una vez, la nación ha sufrido esa experiencia y le ha sido difícil de superar. Tan dados a corear “el '68 no se olvida”, no estaría de más recordar el '88, el '94 y el 2006.
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En la apariencia, los actores involucrados en la contienda electoral pueden darse por satisfechos con lo sucedido hasta ahora, hacer cuentas alegres e ignorar el terreno por donde caminan.
Cada actor puede asumir esa actitud. El presidente y dirigente Andrés Manuel López Obrador por contar aún con buen nivel de aceptación, con fuerza para imponer su agenda y, así, estar en posibilidad de obligar el debate y la resolución ahora o después no de la propuesta del gobierno entrante cualquiera que sea, sino la del suyo, el saliente. La candidata oficialista por remontar los jaloneos internos; no haber cometido errores graves, así su discurso suene soso y monocorde; y conservar la ventaja ante su principal contrincante. La candidata opositora por encontrar así fuese al final de la precampaña, el eje, tono y modo de su discurso para intentar recuperar su chispa y carisma y acortar su desventaja. El candidato suplente por calzar los tenis prestados y ver si los llena.
Pueden también hacer esas cuentas los partidos porque los pleitos a su interior no han provocado estruendosas rupturas (aunque está por verse si Marko Cortés sobrevive a sí mismo). Los consejeros y magistrados electorales porque los pleitos y la división al seno de su institución no han repercutido brutalmente en sus respectivas funciones. El crimen organizado porque los abrazos recibidos y la impunidad les permitió ensanchar y diversificar su actividad; porque está en condición de quitar a plomo o poner a plata candidatos; porque algunos políticos ya son socios; y porque, en algunos lugares, los pobladores ya se dirigen a sus capos, reconociéndolos como verdadera autoridad.
Sí, los actores pueden vanagloriarse del saldo de la precampaña y creer que, a pesar de gritos, brincos y sustos, nada grave ha sucedido ni ocurrirá. El punto delicado es que están formulando apuestas elevadas sin cobertura y sin advertir lo que sigue.
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Cuando los objetos lejanos se ven borrosos se sufre de miopía y, al parecer, los actores involucrados en las elecciones padecen de ese defecto. Ven bien de cerca y, entonces, ni miran el horizonte.
Queriendo trasponer el umbral de la historia, el presidente López Obrador ha impulsado con y sin éxito la mar de reformas, acciones, programas y obras sin fincarlas en estructuras que aseguren su permanencia. La fragilidad del entramado político, jurídico, financiero o combinado de muchas de ellas e, incluso, el físico de algunas otras no garantiza su sostenimiento, así las consagre en la Constitución o las coloque bajo resguardo militar. No por mucho reformar se transforma más temprano.
Ahora, en esa práctica adorada de jugar a ganar o ganar, el mandatario anuncia sin precisar la batería de reformas constitucionales que si es aprobada le significará una victoria y maniatará a su sucesora, y si es rechazada le dará una bandera para fustigar a la oposición y comprometer a quien lo suceda. El efecto de ese lance en el ámbito político, financiero o económico no le preocupa, él disfrutará el resultado, quien ocupe Palacio sufrirá el problema. ¿Así se cuida un legado?
Como as bajo la manga ante la previsible derrota, la oposición calienta y enfría a modo la denuncia de una elección de Estado, dando a entender que si gana será pese al fraude y si pierde será a causa de aquel. De darse la derrota como probablemente ocurra, ¿aceptará el resultado u optará por irse al conflicto poselectoral? En tal circunstancia, si la candidata oficial trae la ventaja que presume más le valdría revestir de legitimidad el proceso, en vez de participar del juego de ir por el triunfo sin importar la calidad del proceso.
A tal situación se agrega la pugna al interior del instituto y el tribunal donde, por lo visto, pese a la obligación de organizar, normar, controlar, arbitrar, calificar y enjuiciar la elección, se registra una lucha por el poder y el control de esos órganos. Ir a una contienda electoral reñida con árbitros y jueces agarrados del chongo no es un riesgo, es un peligro. No revisten de certeza al concurso, lo tiñen de incertidumbre.
Ante este cuadro, el crimen está de plácemes. Si cada elección es una ventana de oportunidad para expandir su imperio, esta vez bien se puede decir que los actores políticos y sociales están echando la casa por esa ventana. Habrase visto.
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Si en un descuido, el proceso electoral se descarrila antes, durante o después de la jornada electoral no habrá por qué asombrarse. Hay condiciones. Hoy inicia la pausa de cuarenta días, última oportunidad para desbrozar el campo donde se desarrollará la campaña.
En breve
Si al menos la presunta ministra tuviera los arrestos para definirse, se agradecería.