La búsqueda de la verdad sobre una tragedia como la ocurrida en Iguala hace casi ocho años, en el marco de un Estado incapaz de hacer del derecho y la justicia norma de su actuación y altar de uno de sus más caros principios, obliga inexorablemente a considerar el color del cristal con que se mira el pasado desde el presente.
Es, pese al tinte de ese lente, un ejercicio fundamental para no arrojar a la fosa de la complicidad, la indiferencia y el oprobio aquellos capítulos negros que, desde el poder, más de una vez se han en escrito con sangre en la historia nacional. Sin embargo, el hallazgo –y, en buena medida, la construcción– de esa nueva verdad no implica en automático un acto de justicia.
Ese es el nuevo desafío, acreditar y demostrar jurídicamente esa verdad. Hasta entonces se podrá presumir o no el cumplimiento de la promesa de esclarecer y castigar lo sucedido aquella noche. En casos de la gravedad como el que estos días sacude de nueva la conciencia, no basta decir “hice lo correspondiente”, lo demás depende del fiscal y los jueces.
Si fue un crimen de Estado, el Estado en su conjunto debe asumir la responsabilidad si quiere rescatarse a sí mismo. Ni caso pedir perdón, si se mantiene abierta la posibilidad de repetir una tragedia como aquella.
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Aun cuando hay quienes consideran que el informe presentado por el subsecretario Alejandro Encinas difiere poco de anteriores informes e indagatorias y reitera hechos conocidos, el trabajo realizado es meritorio y compromete a la anterior administración, pero también a la actual.
Poner en letra de molde, desde el gobierno, que lo acontecido en Iguala “constituyó un crimen de Estado, en el que concurrieron integrantes del grupo delictivo Guerreros Unidos y agentes de diversas instituciones del Estado mexicano”, no es un asunto menor. Una cosa es corear en la calle el señalamiento como consigna, otra estampar la acusación con el sello de un gobierno. El punto es, si en la consecuente causa judicial, se acredita lo supuestamente establecido.
Tampoco es menor la conclusión que afirma: “La creación de la ‘verdad histórica’ fue una acción concertada del aparato organizado del poder desde el más alto nivel del gobierno, que ocultó la verdad de los hechos, alteró las escenas del crimen, ocultó los vínculos de autoridades con el grupo delictivo y la participación de agentes del Estado, fuerzas de seguridad y autoridades responsables de la procuración de justicia en la desaparición de los estudiantes".
Ambas conclusiones constituyen el eje de la nueva verdad y, por lo mismo, asombra que siendo un crimen de Estado y habiéndose construido aquella verdad “desde el más alto nivel del gobierno”, el nombre del jefe de ese Estado y aquel gobierno, como lo fue Enrique Peña Nieto, no aparezca en el informe escrito con cada una de sus letras.
Esperar que el responsable de instrumentar esa operación, el entonces procurador Jesús Murillo Karam, se autoincrimine y, a la vez, señale a quien le ordenó construir esa verdad, no es consecuente.
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Igualmente son relevantes tres aspectos del informe, dos que menciona y uno que atenúa.
El reconocimiento de cómo la frontera entre política y delito se borró es importante y, es menester decirlo, no es un hecho excepcional. Sea por asociación de intereses, complicidad por miedo, encubrimiento para salvar el propio pellejo o empoderamiento al precio de sacrificar su independencia, un sinnúmero de miembros de la clase política ha hecho de los mandos del crimen un socio. El informe revela cómo en ese caso se diluyó esa frontera. El punto delicado es que esa liga no es exclusiva de lo acontecido en Iguala, sino una práctica constante en múltiples lugares del país que reclama acciones contundentes para rescatar la política del crimen. Denunciarla en un caso particular no corrige el problema.
La reseña en el informe de cómo, pese a la gravedad de lo sucedido, el Poder Judicial de la Federación radicó las causas abiertas en siete juzgados de igual número de entidades federativas, abordándolas en dos sistemas procesales –inquisitivo y acusatorio– sin unificar criterios y fragmentando, así, el proceso judicial, exhibe irresponsabilidad o negligencia. ¿Cómo ese otro Poder no calibró en su dimensión lo ocurrido? ¿Lo hará ahora? El colmo de esa actuación, no se dio en la escala judicial federal, sino en la estatal. Dice el informe: “La magistrada Lambertina Galeana del Tribunal Superior de Justicia de Guerrero ordenó la destrucción de los videos grabados por las seis cámaras exteriores del edificio del Palacio de Justicia, argumentando que las imágenes no eran claras porque hubo ‘problemas técnicos’”. ¿Cómo explicar eso?
Igual que la vieja, la nueva verdad elude poner el acento en algo que está en el origen de lo ocurrido. La evidencia de cómo cuando la protesta social transgrede los límites de la libre manifestación de las ideas y la autoridad tolera esa transgresión, se afronta el peligro del desbordamiento de los acontecimientos, sobre todo, ahí donde grupos criminales se disputan el dominio. El temor de aquel, este y anteriores gobiernos para hacer uso legítimo de fuerza –dada la falta de profesionalismo de los cuerpos que la ejercen– cuando se violentan el Estado de derecho es germen, como en el caso, de una espiral de violencia. Ante la tragedia de lo sucedido aquella noche, de seguro es una incorrección política subrayar ese detalle, pero eludirlo es construir una verdad retirando una pieza de ella.
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Se ha encontrado y construido una nueva verdad en torno a los jóvenes desaparecidos y asesinados aquella noche, falta por ver si la consecuencia jurídica se constituye en un acto de justicia.