Suele hablarse del voto útil, pero no del voto inútil. Aquel que, tras recibirlo en las urnas, los partidos tiran a la basura porque sólo les interesaba obtenerlo, pero no acatarlo. Algo de eso estamos viendo tras las elecciones.
Del recurso civil de la desobediencia, las fuerzas políticas se han apropiado y, de ese modo, están diciéndole a los votantes: háganle como quieran, con el sufragio en el bolsillo, justifico y hago lo que quiero, así haga nada. Los dirigentes de esas fuerzas no mandan obedeciendo –como acusó atinadamente hace años el subcomandante Marcos–, ordenan sin obedecer… y, visto esta, aun así, nomás no pueden.
Una y otra vez, desde 1997 –a excepción de 2018–, la ciudadanía mandató a la clase dirigente sentarse a negociar, enriquecer decisiones, construir acuerdos y avanzar… pero no, hoy como ayer, la clase política desprecia a quienes dice representar y persiste en reconocer el resultado electoral, pero no en asumir la consecuencia política. La clase dirigente rebota entre la política cupular y la política popular, sin desplegar ni practicar ninguna o desarrollar otra. Cero política es su divisa.
Es absurdo, pero esa élite con sus jilgueros socavan la democracia, reivindican el voto inútil y hacen de la lucha por el poder un cuento de tal magnitud que terminan por ejercer el no poder y empantanar al país.
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Por su dimensión y variedad, las elecciones del 6 de junio permiten hacer múltiples lecturas de sus resultados, pero el mandato no deja lugar a dudas: mantener la dirección, pero ajustar la ruta. Equilibrio.
Ese mandato no satisface al presidente de la República ni al conjunto de los partidos. No, prefieren litigar en el discurso quién ganó o perdió más votos, acomodando a gusto los números y dejando ver cuán primitivos y obtusos son. Unos y otros se declaran triunfadores con tal de –¡menuda contradicción!– no hacer política porque desde hace años abdicaron de ella.
Dan así lugar a una democracia singular: sin demócratas, aun cuando se llenan la boca al autoproclamarse como tales; sin pluralidad efectiva porque, con o sin disfraz, buscan eliminar al adversario; y, una peculiaridad más, una democracia en la cual las elecciones no sirven al propósito de resolver civilizadamente las diferencias ni los conflictos. Todo porque a la clase política le fascina ganar elecciones, pero no constituir gobiernos y, a partir de estos, darle auténtica perspectiva al país.
Tan lamentable es su actitud que, sin contar con mayoría calificada, lo primero que hace el mandatario es postular nuevas reformas constitucionales y la reacción opositora lo complementa, a coro grita: no pasarán. Están hechos los unos para los otros. Todos juran querer cambiar, mover o transformar a México y se regocijan, sin decirlo, al dejarlo donde por años ha estado: con nulo o mediocre crecimiento y sin desarrollo posible, con desigualdad que tienta a la violencia y una inseguridad que ha convertido el territorio en una fosa.
El mandatario juega con el acelerador y la oposición con el freno, dejando al país en punto muerto.
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De la prestidigitación, la clase política ha hecho su arte, postergando para más tarde, mañana o para siempre la solución a los grandes problemas nacionales. Ni gradualismo a paso lento ni transformación a paso redoblado, todo es girar con frenesí en torno al pivote del inmovilismo.
La postulación de las reformas constitucionales forman parte de ese esquema: una para este año, otra para el entrante y la restante para el siguiente. Como quien dice, ahí les dejo esto para que se entretengan e, increíblemente, la oposición se engancha de inmediato. Al final, aun cuando el sector eléctrico, el régimen electoral y la estrategia de seguridad requieran ajustes, muy probablemente se queden como están.
Igual con la tragedia en la Línea 12 del Metro. Ni al poder ni a la oposición les importa la soldadura de los pernos, ni resolver cuanto antes el problema del traslado de centenas de miles de personas que, con esa vía, ahorraban tiempo y dinero. Eso es lo de menos. El Ejecutivo distrae la atención alargando la lista de presidenciables, dándole un raspón a Ricardo Monreal al omitir su nombre y propinándole un machucón a “los conservadores” por estar tan menguados en materia de precandidatos. A su vez, la oposición reconcentra la atención cayendo en la tentación de ver si esa tragedia le viene, tanto que lo criticaron, como anillo al dedo: el dirigente Andrés Atayde y la senadora Kenya López lo hacen sin recordar que, sexenio a sexenio, la mala ejecución de la obra pública, enlutece al país. Alguien tendría que recordarles a los niños de la Guardería ABC.
Qué bueno que ya no se hace politiquería…
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Del voto por, contra, blanco, nulo, cruzado, diferenciado o útil, la clase política está haciendo el voto inútil, al desobedecer su dictado y abdicar de la política. Sí, la fuerza es un ingrediente de la política, pero no el único. Cuenta también la inteligencia y la organización, como el diálogo y el acuerdo.
La invitación a la ciudadanía de ir solo o con cinco a la casilla y, ahí, despedirse del sufragio es una trastada. Contar los votos sin atender lo que los votos cuentan es un engaño: es aceptar el resultado sin asumir la consecuencia. Es no obedecer, sino ordenar. Es atentar contra la democracia.
Esa deleznable práctica pone al descubierto una coincidencia del conjunto de la clase política: el afán restauracionista. Unos quieren resucitar el presidencialismo ilimitado; otros, la partidocracia sin resultados. A ambos los hermana la incapacidad de hacer política y el gusto por librar batallas, aunque el país pierda la guerra.
No empataron el resultado, pero sí pueden empantanar al país por resultado.