Más allá de la estridencia y fatuidad con que algunos congresistas, fiscales, funcionarios y periodistas estadounidenses instan por interés, soberbia, convicción, ignorancia o afán de notoriedad a intervenir militarmente o radicalizar la presión en México, convendría aclarar y resolver algunas cuestiones internas aquí. Ello le vendría bien al país y le arrebataría banderas a quienes allá, al oírse a sí mismo, sienten escuchar la voz del amo.
Caer en un torneo de desplantes, provocaciones y buscapiés con esos personajes, aparte de rebajar el nivel de interlocución con el socio-vecino y degradar la investidura presidencial, es insensato. A menos, desde luego, que ello responda al despropósito de inflamar un falso sentimiento patrio, volcado en mantener la popularidad y fortalecer una narrativa que, a la postre, sólo profundizará el desencuentro nacional y complicará la ya de por sí compleja relación con Estados Unidos.
Cabe plantear esa perspectiva por una razón. So pretexto de reivindicar la expropiación petrolera y el presunto rescate reciente de la empresa estatal del ramo, el presidente de la República se verá obligado a hablar mañana de soberanía. ¿Qué tono le va a imprimir al discurso? ¿Le va a echar petróleo crudo y refinado a la relación con Estados Unidos o, cosa difícil, asumirá que formando parte por voluntad de un bloque económico, comercial y político el concepto de soberanía ya no lo define la añoranza?
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Cabe una posibilidad. Ante el cúmulo de problemas, reveses y falta de resultados, construir con dosis de artificio un enemigo externo puede ser tentador. El riesgo es que éste cobre vida y resulte no ser fantasmagórico.
En esa lógica, la idea no falsa, pero sí peligrosa de que a veces el agravamiento de los problemas acarrea la solución y, entonces –pese a la fatal experiencia con la pandemia–, le viene como anillo al dedo a la ansiedad transformadora radicalizar diferencias, litigios y enredos con el vecino.
Empero, exportar la polarización adonde se cifra en buena medida la recuperación de México, es una apuesta muy elevada. Sin conocimiento ni dominio de la variedad, dimensión y variabilidad de los intereses económicos, comerciales, políticos, sociales y electorales que cohabitan allá, meterlos en ese juego va más allá de lo temerario. Más peligroso que riesgoso.
De ser esa la intención, el presidente López Obrador debería reconocer una realidad. Más allá del deseo, el calendario sexenal marca el inicio de la declinación de su figura y el arranque del tiempo en el cual debe compartir el espacio con quien el concibe como su relevo. Un momento difícil donde suele aparecer en los mandatarios un sentimiento de incomprensión, acompañado de la seducción de hacer algo con tal de prevalecer. Sin embargo, requiere sobreponerse a eso si en verdad quiere darle continuidad al proyecto y oportunidad a quien lo suceda.
Por eso, más pertinente atender o resolver asuntos adentro, en vez de animar conflictos afuera, sobre todo, si aún vale el postulado presidencial de que la mejor política exterior es la interior.
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En esta tesitura es menester entender los principios en serio y no como un mazo de cartas susceptible de barajar al ritmo del capricho, la circunstancia o la conveniencia.
Si el presidente reclama respeto a México y exige no intervenir en cuestiones internas, resulta incongruente entrometerse en Perú y considerar espuria a la presidente de Perú, Dina Boluarte, como también amenazar desde Palacio Nacional con llamar a votar a los paisanos contra los republicanos en Estados Unidos si éstos insisten en posturas injerencistas. Si desde la Casa Blanca, el presidente Joe Biden llamara a votar contra Morena porque el gobierno mexicano interviene en las elecciones de allá ni imaginar la que se armaría. Asimismo, como jefe de Estado, Andrés Manuel López Obrador se desvaloriza al liarse en un concurso de descalificaciones con el novel representante republicano y exmarine Dan Crenshaw, un exteniente con ansias de notoriedad. Si lo hace para halagar al graderío, entonces, debe asumirse como jefe de estadio.
Más allá del espectáculo, de gran utilidad aquí como allá sería tener claridad de la postura oficial mexicana en diversos campos. De cara al compromiso adquirido al suscribir el tratado con Estados Unidos y Canadá para no hundirlo en consultas y eventualmente en paneles que sólo generan incertidumbre. En torno a la estrategia de seguridad que rebota de la inacción a la reacción y, en el bamboleo de la indefinición, reincide en la violación de derechos humanos y masacres. En ese mismo capítulo, la función de la Secretaría de Seguridad que, sin brazo operativo –como lo era la Guardia Nacional–, queda como la oficina de relaciones públicas de la Defensa y la Marina. De frente a los órganos autónomos ante los cuales el mandatario dice que quien lo suceda se encargará de eliminarlos, pero en el entre tanto él no deja de asediarlos, poniendo en duda su presunta vocación democrática y dejando asomarse un sesgo autoritario. En relación con el espionaje fuera de todo marco legal que supuestamente ya no se practicaba.
Un mínimo de certeza en esos y otras áreas sería de gran utilidad dentro y fuera del país, sobre todo, en estos días donde de pronto y pese a la consigna presidencial de no titubear ni zigzaguear, se nota indecisión en la actuación gubernamental.
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A ver en qué tono y modo habla mañana el presidente López Obrador. No vaya a ser que de una oportunidad se haga un problema… o una piñata electoral.
En breve
La canción dice que la distancia es el olvido, no el silencio. Ojalá no tergiverse la letra la presunta licenciada que aún despacha como ministra.