Si en el Sobreaviso anterior se instaba al presidente de la República a definirse ante el preocupante cambio en la circunstancia nacional e internacional, la definición se escribió aun antes de publicarse esa columna.
La torpe y grosera respuesta presidencial al Parlamento Europeo –emitida la noche del jueves 10– reitera por postura la radicalidad en la actuación y, por lo mismo, la decisión de encarar los problemas sin ninguna reconsideración o matiz. Hacer lo de siempre, aun cuando las condiciones sean distintas y los resultados queden por debajo de la expectativa generada o, peor aún, sean contrarios a lo esperado.
Tiene por virtud la definición presidencial poner las cartas sobre la mesa. Pero tiene por vicio calibrar mal cuanto está ocurriendo dentro y fuera del país y, con ello, poner en peligro no sólo el cierre del sexenio, sino también la continuidad de la pretendida transformación. Y, claro, el juego sucesorio afecta la posibilidad de corregir el rumbo: los colaboradores del mandatario, interesados en sucederlo y con posibilidades, lo voltean a ver desde luego, pero también miran por sí mismos: le aplauden o aguantan los arrebatos. Sin hablar de quienes han hecho de la lealtad ciega, la máxima de su credo político.
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A resultas de las elecciones del año pasado –particularmente, en las zonas urbanas–, el radicalismo con tintes de desesperación presidencial comenzó a tomar cuerpo.
A partir de entonces, se comenzó a restar a sectores sociales –profesionales, universitarios y urbanos– en reproche por no haber emitido su voto a favor del movimiento encabezado por el mandatario. Se restaron a esos sectores sin sumar a otros, reduciendo así tanto la base de apoyo como el margen de maniobra, y en paralelo se hicieron anuncios que provocaron ruido en la economía y la política.
Desde junio, el mandatario hizo público que iría por tres reformas constitucionales más –la del sector eléctrico, la del régimen electoral y la relativa a la adscripción de la Guardia Nacional al Ejército. Por si algo faltara y quizá a fin de borrar cualquier tentación reeleccionista, abrió entre los suyos el juego por la sucesión presidencial y se empeñó en realizar un ejercicio, la revo-ratificación del mandato, que difícilmente arrojará el rendimiento ansiado.
Esos anuncios fueron hechos de manera prematura y abrieron espacio a la incertidumbre económica y política. La reforma del sector eléctrico se presentó hasta octubre del año pasado para, luego, empantanarse en la Cámara de Diputados, donde hoy –tras nueve meses de haberla anunciado– se encuentra. De las otras dos reformas, ni los proyectos se conocen. Y, claro, el aceleramiento del juego sucesorio llevó a los suspirantes a ensayar un ejercicio complejo: conjugar la función con la aspiración, distorsionando la tarea encomendada y alterando su relación con el propio presidente de la República. Mencionados o no por el mandatario, la conducta de los suspirantes tomó por eje la rebeldía o la obediencia, complicando el deber en la representación, el cargo o el puesto donde se desempeñan.
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El primero de diciembre, el mandatario recuperó el espacio donde se mueve a gusto, la plaza pública y, ahí, en el zócalo elevó la radicalización a rango de doctrina y, entre los fieles, aquello fue música para los oídos.
La repulsa del Ejecutivo a andarse con medias tintas, correrse al centro, desdibujarse o zigzaguear fortaleció a los radicales del movimiento que lo apoya y debilitó a quienes, aun hoy, le advierten con timidez el peligro de endurecer la postura y arrumbar la política. Como quiera, en esa ocasión, el mandatario fue claro en la idea de anclarse a los principios, confundiendo la estrategia con el objetivo, el medio con el fin. Fue el anticipo de lo que seguía: hacer del tesón, obcecación; de la convicción, evangelio; de la flexibilidad, rigidez. Interesante el discurso, absurda la práctica: los problemas se complicaron y multiplicaron, mientras los tropiezos y los resbalones empezaron a sucederse.
En vez de cerrar, se abrieron más frentes; en vez de ampliar, se redujo la base de apoyo; en vez de asegurar lo hecho, se puso en riesgo; en vez de revisar el alcance del mandato, se rebasó el límite; en vez de resolver las denuncias de corrupción en su entorno, se patinó en ellas; en vez de encarar la inseguridad pública y el desafío criminal, se resbaló o titubeo; en vez de reconocer la presión inflacionaria, se intenta solventarla artificialmente.
Luego, vino la invasión rusa a Ucrania con su efecto sobre los precios del petróleo, el gas, los granos…
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Hoy el cuadro es mucho más complejo dentro y fuera del país.
Los errores en la política interior acarrean problemas con el exterior. La inflación golpea a quienes se quiere atender primero. La inseguridad pública quizá disminuye, pero ahora descuellan los delitos de alto impacto que lastiman a varias regiones y siegan vidas de periodistas y activistas, acrecentando el malestar adentro y tensando la relación con Estados Unidos y Europa. La muy relativa e ilusoria estabilidad del precio de los combustibles se finca en la renuncia al cobro de impuestos sobre ellos, abriendo un agujero en las finanzas. La reforma electoral adquiere el tinte de una venganza sobre los consejeros malqueridos por el gobierno. La corrupción y el abuso de poder por parte de excolaboradores y colaboradores presidenciales, autónomos o no, ponen en duda la lucha contra la corrupción. Y la consulta sobre la revo-ratificación del mandato presidencial no garantiza alcanzar lo pretendido.
Se entiende el ansia, la desesperación y la angustia presidencial, pero asombra que el mandatario opte por radicalizar la postura.
Antes de lo esperado el mandatario definió su postura ante la nueva circunstancia nacional e internacional. Optó
por la radicalización. Qué bueno saberlo, qué mala decisión.