La señal enviada por Adán Augusto López Hernández advirtiendo no ser el operador parlamentario de Morena y sus aliados ni de la jefa del Ejecutivo en el Senado, es signo inequívoco de fisuras en la fuerza hegemónica y de desafío a la presidenta Claudia Sheinbaum.
En una operación de poca monta –obligar la designación de Rosario Piedra por cinco años más al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos–, el legislador puso de manifiesto su postura. Un profundo desprecio por garantías fundamentales, estar a favor del continuismo no de la continuidad y prestar servicios de mensajería en la finca de Palenque no en el despacho de Palacio. Es comprensible su actitud. La posición política que ocupa la debe a quien estableció las reglas del concurso por la candidatura presidencial donde participó con insuperable desgano y fue derrotado y, obviamente, agradece el premio de consolación a su fracaso, profesando veneración al benefactor, cuyas siglas corresponden a las de Andrés Manuel López Obrador.
Si trató de calar a la mandataria y mostrar que, aun desde el retiro, rige el peso y la influencia del liderazgo del tabasqueño, es difícil de entender el motivo y el momento del lance instrumentado por López Hernández. Enaltecer a la ineptitud, la omisión y la sumisión como escudo de los derechos humanos, justo cuando la jefa del Ejecutivo encara el reto planteado por el delincuente que presidirá Estados Unidos es un acto insólito, desfachatado, falto de la más mínima sensibilidad y solidaridad política.
Quizá, por actitudes y acciones como la impuesta en el Senado se explica la creación de la corriente encabezada por el diputado Alfonso Ramírez Cuéllar al interior de Morena –“Construyendo el Segundo Piso de la Transformación”–, cuyo propósito manifiesto es ampliar el apoyo político y social a la mandataria y ensanchar su margen de maniobra. Y es que Adán Augusto López le puso una Piedra a la presidenta Claudia Sheinbaum, así como a la dirigente de Morena, Luisa Alcalde, quien ha hecho del llamado a la unidad un eje de su discurso.
Ojalá el senador asuma el desgaste supuesto en traer recados con malas noticias, sobre todo, siendo un político de pocas luces y muchas sombras. La señal que envió es todo un signo.
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Una presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos como Rosario Piedra Ibarra –qué deshonra para su madre, doña Rosario, ella sí una mujer comprometida–, sin duda, asegura no recibir molestos tirones de orejas en tiempos de violencia. Sí, pero la imposición de ese personaje, violentando y echando a la basura un procedimiento acordado por el propio Senado de la República y humillando a los morenistas contrarios a ratificarla en el cargo, exhibe una soberbia inaudita, reveladora de una cuestión de mucho más fondo.
Si –y vale abrir la posibilidad– el expresidente Andrés Manuel López Obrador nada tuvo que ver con la operación instrumentada por Adán Augusto López debería deslindarse de ella. Mal no vendría pintar su raya ante el senador, porque lo hecho agravia no sólo a las organizaciones y los activistas comprometidos con la defensa de los derechos humanos, sino también a la presidenta Claudia Sheinbaum que, pese a cargar con señalamientos de dependencia y sojuzgamiento frente a su antecesor, ha cuidado la imagen de éste y la relación con él.
Desde luego, cuando se ocupan posiciones de poder por un periodo finito, la cortesía política dicta desear lo mejor a la o el sucesor, ansiando en el corazón lo contrario porque, al trabucar la mezquindad con la grandeza, se confunde lo brilloso con lo brillante. Se cree que el mal desempeño del relevo resalta la actuación del relevado. Y sería una pena, sobre todo, con su desarrollado instinto político, que el exmandatario hubiera caído en la tentación de poner una Piedra en el camino a la sucesora. Aficionado a la historia, de seguro, no escapa a la percepción del expresidente el rotundo fracaso de quienes, desde la sombra, han intentado extender un mandato agotado.
Ahí radica la importancia del deslinde. Si Adán Augusto López actuó por la libre, suyo el costo de la osadía.
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Al margen de la operación instrumentada por el supuesto coordinador de los senadores de Morena, la presidenta Claudia Sheinbaum no ha estampado el sello que dice querer imprimir a su gestión.
Es injusto, desde luego, exigirle eso a mes y medio de haber asumido el mandato presidencial, sobre todo, reconociendo el peso y carácter del liderazgo de su antecesor. Sin embargo, la circunstancia comienza a reclamarle practicar su propio talento político para definir la posibilidad y el alcance de su gobierno. Ya no sólo la presionan los compromisos estructurales y coyunturales aceptados al concursar por la candidatura que ganó para, luego, coronar la aspiración con la victoria, también la entrampa la atención al legado de pendientes recibido, así como la falta de recursos económicos y, desde luego, la amenaza que representa Donald Trump a su gobierno y al país. (La grosera despedida del embajador estadunidense Ken Salazar a quien primero se abrió la puerta, luego se le dio un portazo y después se le mandó a una ventanilla sólo expresa el grado de descompostura de la relación con la potencia socia y vecina).
Tales presiones atenazan y desafían a la presidenta de la República, instándola a replantear la estrategia y la táctica de su mandato que, curiosamente, la llaman a aprovechar la fuerza y el empuje de la adversidad proveniente del exterior para encontrar punto de apoyo o contención a la presión del interior. Tamaño reto le exige incorporar o habilitar operadores de enorme inteligencia, si no quiere quedar como administradora y no como jefa de gobierno.
La señal enviada es todo un signo.