La difícil circunstancia y el cierre del sexenio sin recursos está llevando al presidente López Obrador a poner en riesgo el legado y complicar la sucesión.
El ansia presidencial por trasponer con gloria el umbral de la historia comienza a derivar en angustia y revela cierta desesperación. Tal conducta, puede dejar por legado una compleja situación a quien finalmente lo suceda y la imposibilidad de consolidar la obra que no se significa en un tren, una refinería y un aeropuerto. No hay zigzagueo en la función, sí un aturdimiento.
El jefe del Ejecutivo quiere ser bien visto, pero no –dicho con respeto– mirarse en el espejo.
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De a poco, una serie de retos, confusiones y hechos han entrampado al proyecto y la actuación presidencial que, además de tropiezos, se han visto obligados a sortear no pocas zancadillas.
Desde antes de su elección, el hoy Ejecutivo se planteó un desafío mayúsculo. Postular como divisa “juntos haremos historia” y, en tal tesitura, integrar un comité de campaña y luego un gobierno plural y heterogéneo, no exento de diferencias e, incluso, de contradicciones. Empero, en la dificultad de conjuntarlo y coordinarlo radicaba su equilibrio y, en ello, la atracción y la confianza del electorado que sufragó a favor de explorar un nuevo derrotero. Un giro atento a la desigualdad y la pobreza como ajeno a la frivolidad, la corrupción, el saqueo y la violencia criminal, sobre todo, tras la amarga experiencia dejada por los gobiernos panistas y priista a lo largo de este siglo.
La velocidad requerida para ensayar en un lapso sexenal la transformación del gobierno sin establecer prioridades, ruta, itinerario, cálculo de recursos, resistencias y posibilidades, presionó al mandatario desde el inicio de su gestión. Aquella expresión de hacer dos sexenios en uno, sobre la base de trabajar el doble, no era un mero desplante. Vino, así la confusión de velocidad con desbocamiento –en el doble sentido de la palabra–, y la prisa llevó a desmantelar viejas estructuras sin contar con los planos y las piezas de las nuevas.
Desde ese entonces, se comenzó a tensar la relación del mandatario con los colaboradores leales pero críticos, y la de éstos con los miembros del gabinete que, con tal de dar satisfacción al jefe y líder, hicieron –y hacen– mutis ante el peligro de deformar, en vez de transformar al gobierno. Esa tensión se ha ido diluyendo de la peor manera. El Ejecutivo ha dejado ir cuando no ha echado a aquellos colaboradores --cada vez hay menos--, sin asumir que con ello también se aleja a ciudadanos y electores que justo en esa composición disímbola del gobierno cifraba la posibilidad de transformarlo.
A esa dificultad, no sobra decirlo, se agregó la crisis sanitaria desatada por la pandemia, cuyo manejo, agravó la situación humana, social y económica.
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Ciertamente, no es inusual ni ilógico que haya más de un gobierno en un sexenio.
Sí, pero muchos de los reacomodos operados en el equipo presidencial no han significado una recompostura, sino una descompostura del gobierno. La descarga de cuadros comprometidos, pero no sometidos se ha llevado consigo a grupos sociales, cuyo respaldo al ensayo transformador se fincaba en lo que aquellos colaboradores representaban. Esa circunstancia, a la postre, resta y restará apoyo, impulso y margen de maniobra al propio Andrés Manuel López Obrador y a quien lo suceda.
Esa pérdida de simpatizantes se advirtió desde antes de las elecciones intermedias, pero fue aún más notoria después de ellas. Aunque en esos comicios, el lopezobradorismo tuvo una importante expansión territorial –excepto en ese importante enclave político y electoral que es la capital de la República–, no conservó ni aumentó su fuerza y presencia distrital, imprescindible para completar sin sobresaltos el marco legislativo y jurídico exigido, según el parecer oficial, por el proyecto de nación. Ahí se explica el reproche y el desdén presidencial por los segmentos de clase media que no ratificaron su voto favor del movimiento. Una actitud que, obviamente, reduce y resta a una parte de la base social que impulsó el acceso al poder del hoy mandatario y complica el cuadro por venir en un par de años.
Actitud que, más tarde –el primero de diciembre del año pasado–, llevó al presidente López Obrador a fijar una postura más radical, supuestamente sin zigzagueos ni titubeos, en el afán de implantar la pretendida cuarta transformación. A partir de entonces la confusión ganó espacio en la conducción del gobierno. Se equiparó elección con revolución, poder con querer, equilibrio con centro, realidad con voluntad, saber con creer, entender con suponer, obra de gobierno con gobierno de obras… y se prestó oído al canto de consejeros sin cargo, encargo ni responsabilidad, de secretarios sin visión de Estado y de precandidatos sin remilgos, dejando de escuchar a los colaboradores leales, pero críticos.
Hoy el mandatario se encuentra en una encrucijada no fácil de resolver.
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Ahora, el presidente López Obrador está entrampado.
Se empeña en concluir la refinería y el tren sin destinar igual esfuerzo a rearmar instituciones y afianzar políticas de largo alcance que, esas sí, constituirían la obra de gobierno. Falta consolidar los logros en materia fiscal, laboral, salarial y comercial, replantear en serio la estrategia en materia de seguridad sin desmedro del enfoque social, ponderar la pertinencia de continuar la obra material sin poner en peligro las finanzas y revisar si el respaldo militar no terminará en lo contrario.
El descuido y la desesperación pueden negar el pase ansiado a la historia, así como complicar el cierre de sexenio y la sucesión. Más vale mirarse en el espejo.