Por un mínimo de cortesía, Andrés Manuel López Obrador y Mario Delgado deberían invitar a Palacio Nacional al panista Marko Cortés y al priista Alejandro Moreno.
Tal gentileza no tendría por objeto entablar un diálogo ni mucho menos que, sobra decirlo, no aparece en el glosario de la llamada Cuarta Transformación. El único propósito sería agradecerles cuanto han hecho en favor del gobierno y de Morena. Reconocerles pues la desprendida generosidad con que, desde la pequeñez, miopía y mezquindad de su respectiva actuación, han contribuido adrede o sin querer a la causa del movimiento en el poder.
A título de recompensa –sujeta, desde luego, a seguir por donde van–, quizá, el líder y el dirigente de Morena le podrían hacer un ofrecimiento al dúo. A Alejandro Moreno garantizarle que su destino no será conocer por dentro el penal de La Palma. A Marko Cortés dejar en suspenso cualquier acción contra su coordinador inmobiliario –perdón, parlamentario– en la Cámara de Diputados. A ambos, apoyarlos como puedan para que continúen al frente del albiazul y el tricolor e interesarse en ver que reciban puntualmente las prerrogativas del Estado.
En el ejercicio del poder, contar con una oposición así es un activo invaluable, digna de reconocimiento.
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Tras la brutal derrota sufrida en las elecciones del 2018, los cuadros experimentados y con solvencia política y moral del panismo y el priismo se desentendieron de la dirección de su respectivo partido y se acomodaron en la posición que, pese al naufragio, ocuparían. Hasta hace poco, dimensionaron lo que tal actitud significaría para Acción Nacional o el Revolucionario Institucional.
En ese marco de desinterés, indiferencia y desánimo, Marko Cortés y Alejandro Moreno encontraron condiciones para hacerse del control de la dirección y los órganos de gobierno de su respectivo partido. Así, se constituyeron en administradores de posiciones, canonjías, prebendas y prerrogativas para, aun en la adversidad política, beneficiarse de ellas y salpicar a quienes los respaldan o consecuentan.
A lo largo de su actuación, no se advirtió interés por entender lo sucedido a sus partidos tras conformar en el Pacto por México y, a partir de la autocrítica, replantearse el porvenir de su organización. Su estatura, formación y visión no daban para eso y Acción Nacional, así como el Revolucionario Institucional quedaron a la deriva, haciendo de la postura una queja; del poder establecido, una abominación; de la oposición, un no muy eficaz de contención; y del discurso, la letanía de decir qué no se quiere, sin balbucear qué sí se quiere.
Sin querer o no, al oponerse sin proponer terminaron siendo un apoyo.
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Vino, luego, el reclamo ciudadano. El agrupamiento de algunos organismos cívico-ciudadanos que, sin reparar mayormente en el estado que guardaban ni el repudio que concitaban en amplios sectores del electorado, vieron a esos partidos opositores como el vehículo para expresar su malestar y tener un espacio de participación.
Haciendo muecas, aquel dúo se vio obligado a considerar a aquellos. Ciertamente, en las elecciones intermedias, los partidos –no los organismos– recuperaron algo del espacio distrital, pero no territorial, a excepción de la Ciudad de México. En los organismos, tal experiencia reforzó la idea de replicar y potenciar esa alianza opositora en las elecciones del año entrante, donde por su dimensión el poder estará en juego en muy diversos niveles y escalas. El concepto de un gobierno de coalición comenzó a sonar y, aunado a ello, las agrupaciones cívico-ciudadanas encontraron motivos para movilizar a la ciudadanía, dando muestra de vigor y llevando a remolque a los partidos.
Las movilizaciones constituyeron un momento interesante, pero a partir de ellas las dirigencias de Acción Nacional y el Revolucionario Institucional comenzaron a mandar señales contrarias a la idea de la coalición, sosteniendo de dientes para fuera el discurso aliancista. Uno, sin invitar y muchos consultar a los organismos ciudadanos, resolvieron repartirse entre ellos el método de selección de candidatos; dos, no fijaron ni han fijado postura ante la plataforma “Que nadie se quede atrás”, armada por los grupos ciudadanos; y, tres, plantear requisitos sin consenso para apuntarse como aspirante a la candidatura presidencial que, en buen romance, es un portazo a quien no cuente con recursos y estructura para anotarse.
Eso sí, como espectáculo, organizaron pasarelas haciendo del directorio telefónico el listado de quienes quisieran desfilar.
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Tales desaires a los organismos cívico-ciudadanos, así como la lentitud con que las dirigencias de Cortés y Moreno procesan la propuesta política; elaboran el modelo, diseño e integración del supuesto gobierno de coalición; y fijan requisitos en el método de selección, obligan a considerar una posibilidad.
Ambos dirigentes tienen la firme decisión de competir, pero no de ganar. Sólo preservar los pequeños intereses que, al parecer, los mueven. Y, así, adrede o sin querer, contribuir al menos en la contienda por la Presidencia de la República al triunfo de Morena que, a saber, si podrá resolver el juego sucesorio en que se metió.
No se ve en las dirigencias de Acción Nacional y el Revolucionario Institucional hambre de poder. De ahí que Andrés Manuel López Obrador y Mario Delgado deberían invitarlos a Palacio Nacional, agradecerles cuanto han hecho y, si acaso, ofrecerles unos bocadillos.
En breve
A manera de amable sugerencia, la pasante disfrazada de ministra debería consultar a Francisco Garduño, el director del Instituto Nacional de Migración, cómo le hace él para dormir tranquilo y decir que no piensa renunciar.
Por la actitud y los indicios, los dirigentes del PAN y el PRI están decididos a competir sin ganar el año entrante y asegurar los pequeños intereses que, al parecer, los mueven.