René Delgado: Sentencia y aviso

La sentencia trae un aviso implícito, ojalá lo lea la clase política
La sentencia trae un aviso implícito, ojalá lo lea la clase política
García Luna.La sentencia trae un aviso implícito, ojalá lo lea la clase política
Fotoarte: Oscar Castro
autor
René Delgado
Analista, periodista y escritor
2024-10-18 |05:48 Hrs.Actualización05:47 Hrs.


La clase política no ha leído o no quiere leer el aviso emitido con la sentencia de Genaro García Luna.

Ese mensaje es simple: sin grandes elementos, probanzas ni pudor, un sector importante del aparato policial y el sistema judicial de Estados Unidos está resuelto a ir por todo aquel político, policía, guardia o militar mexicano vinculado al crimen que ya no les resulte útil, así antes lo hayan reconocido o condecorado.

La captura, juicio y sentencia del policía que Felipe Calderón encumbró en el pináculo de la seguridad pública federal estando al servicio del crimen ponen sobre la mesa la profunda desconfianza de esas instancias en las autoridades mexicanas y el desprecio por ellas. Desde su perspectiva, cada vez es más evidente cómo, acá, política y delito cogobiernan.

Se puede, desde luego, ignorar el mensaje y hacer lo de siempre, usar lo sucedido como ariete para golpear al adversario en turno y sacar raja política. El aviso, sin embargo, está dado. Sólo el cinismo de Felipe Calderón justifica con un hilo de tweets lo acontecido y lo resuelve sugiriendo que Genaro García Luna era una manzana podrida, pero no el árbol completo. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja.

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La alternancia en el poder político abrió una enorme ventana de oportunidad al poder criminal.

Fuese porque el partido hegemónico, el Revolucionario Institucional, o sus servicios policiales tenían un entendimiento con el crimen, la fuerza de este último creció y cobró fuerza al darse la alternancia. Se rompió la relación o la armonía existente entre política y delito, y no hubo la madurez ni el interés de la clase dirigente para encarar y resolver ese problema. Esa élite pensó o simuló que política y crimen corrían por carriles distintos, pero no. Primero se encontró con un competidor que le disputaba monopolios al Estado y espacios a ella, luego –en más de un caso– vio en ese aparente enemigo a un socio posible. Si no podían con él, entonces sumarlo o sumarse. Más de un miembro de esa élite jugó y juega a eso.

Primero Acción Nacional, luego de nuevo el tricolor y más tarde Morena descuidaron ese flanco hasta toparse con que ese competidor o socio avanzaba en el dominio y control de vastas regiones del país. Hoy, más de un tercio del territorio, según el poderoso vecino del norte. Pese a ello, ninguno de los partidos gobernantes a lo largo de este siglo consideró conveniente llegar a un acuerdo multipartidista para confeccionar una política pública de alcance transexenal y arrostrar en serio el desafío planteado por la delincuencia organizada al Estado de derecho y la democracia. No cada uno ensayó y puso a retozar su propia política.

La idea de una frontera entre política y delito comenzó a diluirse y, en más de un lugar, a borrarse y, en el colmo de la confusión o la ambición, los partidos en su conjunto relajaron el control sobre quienes postulaban a puestos de elección y, así, se hicieron de personajes ambidiestros, metidos en la política y el crimen. La impunidad criminal y la pusilanimidad política hoy configuran un coctel molotov.

Talla chica, mediana o grande, hoy al interior de esas tres fuerzas participan políticos con vínculos criminales o, de plano, criminales con vínculos políticos. La galería de ellos es inocultable y, aun así, los partidos cuando no los encubren, los solapan o toleran.

Ejemplos sobran y más de un político arrasaría si lo postularan en Almoloya de Juárez o Puente Grande. Despiden un tufo de carne de reo.

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La modernidad mostrada por el conjunto de la clase política para incorporarse a la globalización o, al menos, a la regionalización de la economía fue la antigüedad para reconocer el otro fenómeno: la transnacionalización del crimen.

A gusto o a regañadientes, los tres partidos gobernantes en este siglo cedieron soberanía –dicho sin darse golpes de pecho– para fortalecer el comercio y la economía, incluyendo cláusulas sobre la democracia y el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, en cuanto a la contención del crimen organizado asociados con Estados Unidos adoptaron una actitud contrastante: la rendición o la resistencia. En ningún caso, pudieron negociar el tipo y el tono de la cooperación regional o bilateral. Hicieron de la política pendular su definición y del crimen su talón de Aquiles con el socio comercial.

En esa indefinición y en esa incapacidad, el crimen encontró otra oportunidad no sólo para sostener el negocio de las drogas más allá de la frontera, sino también para diversificar su industria dentro de la frontera. Tal don empresarial del crimen hoy compromete hacia adentro y hacia afuera la situación del gobierno en turno, cualquiera que este sea.

Insistir en el debate interno –por no decir, vana discusión– de cuál gobierno a lo largo del siglo ha sido el peor no en cuanto a acabar, sino al menos contener el crimen es absurdo.

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Hoy, el entendimiento con Estados Unidos en relación con el combate al crimen si no está roto, sufre desgarro. De un lado y del otro campea la desconfianza, la gana de actuar unilateralmente y el porvenir, sin importar quien ocupe La Casa Blanca, no es halagüeño. Datos sobran.

El juicio de Genaro García Luna fue también el de la política anticrimen desplegada por los gobiernos habidos en México desde la alternancia, descollando el de Felipe Calderón. Seguir en la idea de desarrollar cada sexenio una política de seguridad distinta a la anterior sin certeza de su pertinencia, viabilidad y continuidad; de solapar o encubrir a políticos metidos de criminales o la inversa; y de creer que la globalización del crimen es un asunto local sólo deparará peores y más desagradables sorpresas.

Se puede ignorar el aviso implícito en la sentencia del genízaro, pero está dado.