Cuando el insulto reemplaza al argumento, el debate se puede dar por muerto y, entonces, se puede pasar a sepultar cualquier acuerdo.
La suma de errores cometidos por el presidente de la República y sus operadores en torno a la pretensión de modificar el régimen político-electoral perfila, por lo pronto, un resultado absurdo: conservarlo como está. Un bumerán. Tras la oposición partidista y la resistencia civil tan bien enardecidas por el propio mandatario y las condiciones adversas generadas por él mismo, intentar moverle ahora una coma sería arrojar un cerillo a la legislación y, en el fuego, correr el peligro de quemar las posibilidades de quien finalmente se haga de la candidatura presidencial de Morena, en el ánimo de suceder a Andrés Manuel López Obrador.
De manera semejante a otras ocasiones, el desbocamiento –en el doble sentido de la expresión– y un extraño espíritu autodestructivo hicieron presa al Ejecutivo. Como en otro Sobreaviso se comentó, momento, modo y tono con que quiso –si, en verdad, quiso– impulsar esa reforma dificultan hoy su realización.
Más le valdría al mandatario salir del laberinto en que se metió e interesarse por retomar los hilos de la sucesión anticipada que desató y, paradójicamente, se enreda de más en más.
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Dos reformas fundamentales que el presidente López Obrador debió impulsar al arranque o, al menos, durante el primer trienio de su gestión eran, justamente, la del régimen políticoelectoral y la del régimen fiscal. No haberlas hecho fue un error. Ahora, la falta de ellas le genera problemas en uno y otro campo, delatando cierto nerviosismo en la actitud y actuación.
En aquel primer momento, el mandatario contaba con condiciones favorables para intentar llevarlas a cabo. Ciertamente, desde entonces, las zancadillas estaban al orden del día, pero no tanto los tropiezos. Gozaba de fuerza y brío político, respaldo popular y, desde luego, de un mucho mayor margen de maniobra y operación en el Congreso, donde –por lo demás– su relación con los coordinadores parlamentarios de su bancada era mucho más tersa y eficaz.
Un aviso de la dificultad y la oposición con que la reforma del régimen se toparía, la tuvo el mandatario en 2019. En ese año sin una visión de conjunto de la que podría ser la reforma del régimen político-electoral, Morena propuso reducir a la mitad las prerrogativas de los partidos. Haciendo gala de maromeros, aliados y adversarios del partido en el poder se hicieron ojo de hormiga. Esa advertencia obligaba a formular una reforma integral y entrar a negociar sus términos, reconociendo que pegaba en el corazón de los partidos.
Malo no haber impulsado en ese entonces la reforma, peor es hacerlo hoy. El momento es pésimo. Se anunció apenas después de las elecciones intermedias, en las cuales la oposición consiguió contener la integración de la mayoría calificada que reclama toda reforma constitucional y, como añadido, la iniciativa se presentó casi un año después, como si el interés no fuera mucho.
Aunado a ello, el anuncio del proyecto se hizo casi al mismo tiempo en que el mandatario resolvió precipitar el juego sucesorio, marginando de éste al coordinador parlamentario de Morena en el Senado, Ricardo Monreal, e insertando en una competencia prematura a la jefa del gobierno capitalino, Claudia Sheinbaum, y al canciller Marcelo Ebrard.
Obviamente, se perdió unidad en la acción de gobierno y se optó por un mal remedio: incorporar al juego a Adán Augusto López y, hoy, todavía no está claro si la suma de un precandidato a costa de restar al encargado de llevar la política interior fue un acierto, porque no se consolida como lo uno ni como lo otro.
Si impulsar ahora la reforma no es un simple artificio para entretener y mantener ocupados a quienes se oponen o resisten al gobierno sin darles margen para organizarse de cara a la campaña presidencial, asombra el momento en que el mandatario resolvió retomar un asunto que debió atender hace tiempo.
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El modo de impulsar la reforma fue desastroso.
Tomar por eje de la necesidad de modificar el régimen político-electoral, la descalificación y la hostilidad a los consejeros Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, en vez de destacar los méritos del proyecto fue otro error. Ni caso poner a arrastrar el lápiz a Pablo Gómez y Horacio Duarte si, al final, la iniciativa sólo se utilizaría para denostar actores, apartándose del guion y negando la posibilidad de cambiar o negociar algunas líneas.
El “modito” que tanto molesta al presidente de la República, fue justo del que echó mano en la intención de sacar adelante el proyecto y a él sumo a todo aquel que resistiera o se opusiera a la idea. Los insultos proferidos fueron otro bumerán: terminaron por galvanizar, articular y movilizar el malestar acumulado y provocado por otras acciones, obras y programas de gobierno.
Sin querer, el mandatario se volvió el motor de la protesta en su contra y, quizá, termine por ser él quien lime las diferencias entre la oposición y la resistencia para cohesionarse y ofrecerle un único frente no sólo a su gobierno, sino también a su partido y a quien haga suya la candidatura presidencial de Morena.
Lo más penoso y lamentable de cuanto sucede es que, por el momento, modo y tono con que el mandatario y el coro que lo acompaña impulsan esa iniciativa de reforma, sean ellos quienes impidan transformar un régimen que reclama un ajuste y quienes le den una salida y una bandera a los partidos para dejar las cosas como están. Agradecidos han de estar con él y su equipo.
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Hay errores incorregibles. Ante ello, lo conducente es reconocerlo y no incurrir en otros. Lanzar un bumerán sin saber cómo va a regresar es un error.