La sensación es la de un país afectado por un constante bamboleo que, en su vaivén, no acaba de definir en dónde y en qué va a parar.
Un amigo, versado en la práctica y la teoría política, sostiene una idea. La dificultad para comprender el estado que guarda la nación deriva del afán –por no decir, la necedad– de analizar la administración desde la óptica de un cambio de gobierno y no de un cambio de régimen. Se escudriña la situación como si la gestión lopezobradorista correspondiera a un simple turno en el ejercicio del poder y no a un giro profundo en el sentido de aquel. Se le examina desde el principio de la continuidad y no desde el propósito de la discontinuidad y, obviamente, las categorías de análisis no encuadran en la obsesión intelectual.
Desde esa otra lógica, operar un cambio de régimen en un sexenio coloca a quien lo pretenda ante un problema de tiempo y velocidad y, por los indicios, ahí se encuentra la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. El tiempo se le ha venido encima y, por lo visto y oído, la decisión es acelerar sin reparos y asegurar la sucesión con quien sea más leal al proyecto. El Ejecutivo manda a contrarreloj sin certeza de cuál será el resultado, pero sin renunciar a la intención. Juega al fuera del lugar, buscando obtener ventajas del riesgo, sin desconocer que –de recibir un revés aún más severo de la realidad– el castigo podría ser de tal contundencia que lo arrastren a él y al país.
Quizá, así se explica la sensación de vértigo y falta de equilibrio, como también el ansia de muchos analistas por hallar en el fracaso del lopezobradorismo la reivindicación de su propio dogma, así lo vistan de juicioso razonamiento.
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A partir de esas distintas perspectivas se entiende mucho de cuanto está ocurriendo.
Al presidente de la República no le importa hacer mal las cosas, pero no dejarlas de hacer, como en sentido contrario a la oposición y la resistencia no le importa qué hace el presidente, sino sólo qué lo hace mal. No es un juego de palabras, sino palabras en juego.
Es lamentable someter a consulta popular el imposible enjuiciamiento de los expresidentes, sí, pero se hizo. Es absurdo que quienes querían ratificar en el mandato a su líder, solicitaran la revocación, sí, pero se estableció y llevó a cabo el ejercicio. Es descabellada la construcción de un aeropuerto sin asegurar su función, sí, pero se hizo. Es tediosa la conferencia presidencial matutina, sí, pero es su principal herramienta de gobierno. Sería deseable que el mandatario elaborara mejor su ideas, sí, pero las simplifica en favor del auditorio al que le interesa cautivar. A diferencia de otros políticos que ajustan el discurso o mienten según la audiencia, López Obrador no clasifica en la categoría: apto para todo público… ejemplos como esos se podrían mencionar muchos más.
El propósito presidencial es realizar y anclar el cambio sin detenerse a reflexionar qué tan bien o mal hecho está. De ahí que el mandatario opere con machete y no con bisturí. En su lógica, de los detalles o ajustes más tarde alguien se encargará. Lo importante es realizar y asegurar el cambio. Por eso la ausencia de planes, permisos, hojas de ruta y prioridades. En su cabeza, la suma de errores será menor al acierto de la transformación. Por eso la terquedad.
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El punto delicado es que, en esa desbocada voluntad, estando ya en la cuenta regresiva del mandato y habiendo perdido la oportunidad de operar reformas clave –la hacendaria y la político-electoral, por ejemplo–, el Ejecutivo deja crecer problemas o, peor aún, atiza problemas que, en un descuido, podrían provocar una conflagración.
La creciente protesta de familiares de los desaparecidos, de las mujeres contra los feminicidios, de los periodistas por sus colegas asesinados, de los vecinos solidarios con la familia de quien es víctima de secuestro, de los lugareños con los migrantes que, de paso, se les trata como parias y, radicados en Estados Unidos, como héroes anónimos, de los ambientalistas ofendidos deja ver la temperatura de un malestar acumulado por décadas. Esa atroz realidad no se resuelve madrugando con el gabinete de seguridad para ver cómo va el asunto o llevando la contabilidad de los delitos para ver si suben o bajan. Y, en el caso de los periodistas, mucho menos se soluciona estigmatizándolos y, con ello, animando a quienes consideran que el mejor periodista es que el aparece muerto.
El acuerdo de combatir el robo al transporte de mercancías por el efecto inflacionario que tiene es no entender que hoy el crimen le disputa al Estado no sólo el monopolio del uso de la fuerza, sino también el del tributo, al tiempo que restringe derechos capitales como el de la vida, la integridad, la libertad, el tránsito, el patrimonio o el trabajo y compite con el gobierno en más de una plaza o región.
La importación de una vacuna no certificada para los menores corona una política, obviamente, la de salud, pensada con los pies y ejecutada sin cabeza que pega en el corazón, el estómago, los pulmones y el alma de centenas de millares que pudiendo estar, se les dejó ir.
El desinterés por esos problemas no lo justifica, por legítimo que sea, la gana de cambiar el régimen porque vulneran valores o principios básicos, como la libertad, la salud, la seguridad… la vida misma.
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Analizar el estado nacional a partir de la intención de realizar un cambio de régimen permite entender muchas ideas y acciones presidenciales, incluso la atropellada actuación, pero si se descuida o desatiende lo fundamental, la sensación de vértigo y falta de equilibrio puede ser la realidad y, entonces, a saber, adónde y en qué vaya a parar el país.