El Presidente ha decidido quedarse sin secretario de Gobernación, canciller, coordinador en el Senado y jefa de Gobierno simultáneamente. En cualquier país eso constituiría la amenaza de una crisis, o mínimo una cirugía con retos nada menores en la conducción gubernamental. En México no será el caso.
Y es que con lo decidido el 11 de junio por Morena, AMLO prescindirá de quien le ayudó a manejar las relaciones con Washington y América Latina, de quien le devolvió a Bucareli influencia, de quien armaba agenda legislativa y de quien era su cogobernante en cuestiones metropolitanas.
Quien llegue a esas posiciones no tendrá la experiencia necesaria para operarlas. El tabasqueño cree que él puede suplir eso, lo cual es no sólo temerario en términos gerenciales, sino que presupone que nada se saldrá de control, ni el Popo ni Estados Unidos, etcétera.
AMLO es de pocos cuadros, que casi siempre le acompañan desde hace lustros. Esa larga colaboración no necesariamente garantiza que sean aptos para las tareas que les encarga. No se requiere más ejemplo que Francisco Garduño en Migración, y su caso no es excepcional.
Por eso mismo, a Segob o a la SRE llegarán personajes que ni habrán sido cultivados debidamente con carreras internas, ni habrán demostrado en el pasado haber atendido eficazmente tareas medianamente similares.
No existe para Andrés Manuel nada parecido al servicio profesional de carrera, y dado que premia la lealtad por sobre todas las cualidades (si es que la lealtad ciega es encomiable), cualquier nombramiento de las próximas horas puede provocar un shock, pero no debería resultar sorpresivo.
Así es el Presidente. Cree que con que él mande directivas precisas de un puñado de prioridades las cosas saldrán. E incluso dirá que eso le funciona porque ya no hay corrupción, porque esta gente está comprometida con su proyecto y porque la capacidad está sobrevalorada.
En una cosa tendrá razón. Si él toma las decisiones de casi todo lo importante, y si no valora ni las negociaciones ni las soluciones que integren opiniones distintas o ajenas, entonces qué más da quién ocupe Bucareli o la Alameda, si al fin y al cabo él impondrá su criterio, y casi nadie lo contradice.
Salvo que, sin lugar a dudas y no por nada, Marcelo Ebrard logró cosas –algunas terribles, pero en fin– al negociar con Donald Trump y con Joe Biden. Salvo que, desde luego, nunca fue lo mismo –desde el primer mes– tener en el palacio de Covián a Olga Sánchez Cordero que a Adán Augusto López.
Y la salida misma de estas personas de sus puestos, con Claudia Sheinbaum encabezando la lista y Ricardo Monreal cerrando el cuarteto, implica que si se van es porque son los mejores cuadros del movimiento, tan es así que dejan sus cargos para buscar la candidatura presidencial.
En otros momentos del sexenio el Presidente contaba en su entorno con más gente, con más operadores. El último año, el de la turbulencia electoral, lo quiere administrar con el equipo aún más reducido, en número y en estatura.
Es como cerrar el gobierno anticipadamente. O creer que ahí cuando surjan los problemas se verá qué hacer con ellos.
Esperemos en la providencia que ninguna circunstancia metropolitana reclame del ejercicio de una buena gobernante en la capital, que no haya crisis de gobernabilidad en Chiapas o Guerrero o Nuevo Léon, que no se tense más la relación con Estados Unidos, que no se requiera negociar votos en el Senado.
Que acabe en un suspiro el sexenio para que nada nos tome sin medio gabinete, como estamos a punto de quedar.