Hace 45 años, el secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, dio un discurso en Guerrero frente al entonces gobernador, Rubén Figueroa. Ese día, 1 de abril de 1977, el régimen anunciaba pasos hacia una apertura democrática que buscaba “captar en los órganos de representación el complicado mosaico ideológico nacional de una corriente mayoritaria y pequeñas corrientes que, difiriendo en mucho de la mayoritaria, forman parte de la nación”. Cuatro y media décadas después, el gobierno federal apuesta exactamente en sentido contrario.
En aquella ocasión, el régimen definía así la coyuntura en la que México se encontraba:
"El país –dijo Reyes Heroles*– se enfrenta a una situación económica difícil… partiendo de esta situación difícil, hay quienes pretenden un endurecimiento del gobierno, que lo conduciría a la rigidez. Tal rigidez impediría la adaptación de nuestro sistema político a nuevas tendencias y a nuevas realidades; supondría ignorarlas y desdeñarlas. El sistema, encerrado en sí mismo, prescindiría de lo que está afuera en el cuadro social y reduciría su ámbito de acción al empleo de medidas coactivas, sin ton ni son, canalizando al fortalecimiento de la autoridad material del Estado recursos que demandan necesidades económicas y sociales. Es la prédica de un autoritarismo sin freno ni barreras. Endurecernos y caer en la rigidez es exponernos al fácil rompimiento del orden estatal y del orden político nacional”.
Como se sabe, a tal discurso siguieron foros para la reforma política de aquel año, una que pretendía, en efecto, incorporar la pluralidad, una que sería apenas el primer paso de varios antes de que gente como Woldenberg cifre en el año 1997 el fin de esa transición hacia la democracia.
En medio de esas reformas, y causa de las mismas, se dieron conflictos que obligaron al país a emprender una ruta que nos llevó de un régimen de partido hegemónico a uno donde la pluralidad partidista –muchas veces de frustrantes resultados– se convirtió en una realidad en términos de convivencia democrática.
A la elección legislativa de 1997, cuando el gobierno federal pierde no sólo la mayoría sino el control de San Lázaro, además de importantes entidades –el Distrito Federal y Nuevo León–, siguieron las alternancias en la presidencia de la República a partir del año 2000, resultado de elecciones que parecían confirmar que el camino emprendido desde 1977 culminó de manera virtuosa y duradera. Hasta que llegó López Obrador.
Desde hace dos años y medio el gobierno de Andrés Manuel –que como se sabe proviene de movimientos y partidos que contribuyeron a que el sistema se democratizara– ha trazado un camino que conduce, ya qué duda cabe, al restablecimiento de un modelo donde una sola fuerza imponga ruta y destino.
Para lograr eso lo mismo se ataca desde Palacio al INE que se reforma –es un decir– la Constitución mediante un artículo transitorio.
El fin de ciclo incluye anular al Poder Judicial y al titular del mismo, a quien le proponen violar la Constitución para permanecer más allá de lo que la Carta Magna le permite. El silencio de Arturo Zaldívar desde el jueves –día en que Morena aprobó esa extensión en el Senado– revelaría que el aún presidente de la Corte está encantado con la idea de entregarse a los anticonstitucionales designios de Morena.
Quedará para la anécdota que Reyes Heroles anunció la reforma política delante de uno de los duros entre los duros del PRI, mientras que López Obrador ha decidido imponer como candidato en la tierra de los Figueroa a Salgado Macedonio y consumar mediante éste el asalto a dos instituciones que en buena medida surgieron a partir de la reforma impulsada por don Jesús.
Sólo por si hiciera falta decirlo: si el régimen en 1977 se atrevía a decir que había una corriente mayoritaria y algunas otras “pequeñas minorías” era, precisamente, porque mediante fraudes, represión, trampas, cooptación y todo tipo de artimañas nada legales el PRI garantizaba su hegemonía.
Hoy Morena reinstala con sus bancadas en Senado y cámara, y mediante cuestionables albazos legislativos, opacidad, acoso, cerrazón y amenazas, una ruta que desprecia los disensos. Pretende, literalmente, que la pluralidad se parezca a la de antes, una donde “las minorías” vivan solo en espacios de representación –y en la agenda– que el Presidente consienta. Ni un milímetro más allá.
Ello implica riesgos. No lo digo yo, sino el Reyes Heroles de 1977, que vio que o había democracia verdadera o la alternativa era indeseable: “Cuando no se tolera se incita a no ser tolerado y se abona el campo a la fraticida intolerancia absoluta, de todos contra todos. La intolerancia sería el camino seguro para volver al México bronco y violento”.
*Discurso de JRH citado en el libro Historia mínima de la transición democrática en México, de José Woldenberg, editado por el Colmex en 2012.