Exabrupto de la gobernadora Maru Campos aparte, su reclamo por la supuesta omisión del gobierno federal en temas de violencia puede abordarse desde otro punto de vista: ¿qué va a ser de la colaboración entre entidades federativas cuando termine el sexenio de AMLO?
La polarización que vive México se ha traducido, entre otras cosas, en que se volvió costumbre que a Palacio Nacional acudan con (demasiada) frecuencia los gobernadores del color del ocupante de ese inmueble y que, por el contrario, gobernantes de otras entidades no son tratados de forma similar.
Es como si hubiera gobernadores de primera y de segunda. Vaya que decir mandatarios estatales de primera e incluir entre ellos a alguien como Cuauhtémoc Blanco, eso sí calienta, para citar al clásico.
Pero que te dispensen un trato privilegiado, en efecto, se logra con sólo adherirse al lopezobradorismo, así te llames Ricardo Gallardo y antes hayas sido visto con desdén por quien ahora porta la banda presidencial.
Un efecto colateral de esta partidización impulsada por el titular del Ejecutivo federal es que las y los gobernadores descafeinaron un órgano colegiado donde compartían experiencias, reflexiones, propuestas o simplemente hacían networking, cosa que les ayudaría a entenderse mejor en la eventualidad de tener que lidiar juntos en algún tema regional que surgiera.
Ahora que estamos a la espera de saber qué órganos autónomos podrían desaparecer con la propuesta de reformas que haga AMLO el 5 de febrero, conviene recordar –toda proporción guardada– que la Conago fue una de las instancias que perdieron fuelle y relevancia en el actual sexenio.
Con todos sus defectos e insuficiencias, la Conferencia Nacional de Gobernadores quiso representar algo del carácter federalista de la transición mexicana. Era una expresión de una República que ya no giraba exclusivamente en torno a la figura de una “presidencia imperial”.
Vía la Conago, las y los gobernadores pretendieron formar un coro y hacerse escuchar frente a distintos problemas o circunstancias, y lo mismo pronunciarse ante iniciativas de poderes de la Federación. Ahora más que nunca es sólo un membrete.
El centralismo y sectarismo de López Obrador ha sido replicado a nivel regional; y por ello es de temerse que los gobernadores desperdicien oportunidades de hacer frente de manera conjunta a retos que no se pueden constreñir a las fronteras de un estado, ni a las consignas de una ideología.
Campos erró al pronunciar una majadería al reclamarle al gobierno federal que deje de ser omiso en temas de violencia que tocan a la administración de Andrés Manuel. Pero cabe preguntarse cuánto del fondo de su demanda está más que justificada porque ha sido desatendida o se sabe aislada.
Y no sólo por López Obrador. La presidencia unipersonal ejercida por Andrés Manuel, en la que encima priman criterios de afinidad ideológica, quita todo incentivo a que una o un gobernador busque trabajar con mandatarios vecinos, menos aún si surgieron de un partido distinto.
En horas recientes Chihuahua vivió una crisis por el rapto de personas ligadas a los LeBarón que fueron vistas por última vez en un poblado en los límites con Sonora. Ya aparecieron.
Cuánto del modelo sectario de AMLO ha permeado entre los gobernadores. Cuán libre puede sentirse un oficialista de, por la libre, forjar colaboración con alguno de sus pares que no sean lopezobradoristas.
Andrés Manuel ya no será presidente en octubre. Al terminar el sexenio, ¿las y los mandatarios estatales recuperarán sentido de grupo más allá de la ideología, o permanecerá este modelo donde unos son invitados a Palacio, y los otros que se rasquen con sus uñas?