No debería interesar el tuit de la señora Irma Eréndira Sandoval en contra del presidente del INE tanto por su dimensión de asunto inédito –una secretaria de Estado encargada de vigilar la legalidad lanzándose en contra del titular del máximo órgano electoral–, sino porque constituye una señal clara de que el gobierno de la República no pondrá freno a partidizar al máximo todo asunto público.
La semana pasada, el Instituto Nacional Electoral tomó la decisión de votar por adelantado la ratificación de su secretario Ejecutivo. Asunto polémico y de distintas lecturas, el tema sirvió para que la titular de la Secretaría de la Función Pública diera un paso más, pero no uno cualquiera, en el camino tomado por la administración del presidente López Obrador, para definir que para el gobierno no hay una sola sociedad mexicana, sino dos: una de vencedores y una de vencidos.
Los primeros se creen con el derecho y la capacidad para definir todo, y el significado de esta última frase nunca había tenido tal profundidad.
Alguien ya había dicho que lo más temible del talante de la actual administración es que parecieran desconocer el miedo.
Tocados por irresponsabilidad o soberbia, emprenden acciones que pudieran desatar tormentas, cuyas consecuencias, paradójicamente, azotarían primero que nadie sobre los pobres, la población más vulnerable y a la que supuestamente se deben, pero también sobre el conjunto de la sociedad.
Las elecciones en el México moderno siempre han costado vidas, demasiadas vidas. Lograr una civilidad en el acuerdo sobre cómo organizar la forma en que se rote el poder ha tomado al país décadas. No estamos frente al mundo ideal, pero en 30 años, desde 1988 en particular, el avance fue, si no perfecto y sin sobresaltos, tan efectivo que en ese periodo permitió el acceso a los máximos puestos a todas las fuerzas políticas relevantes.
Que el movimiento que llegó al poder en 2018 pretenda ahora quedarse con el INE, es una obviedad que se sabía de tiempo atrás.
Pero que lo quieran hacer sin escatimar en costos muestra que los de Morena vislumbran un futuro donde la pluralidad, la alternancia y el disenso estarán vistos como un extravío del Proyecto Único, en mayúsculas, ese que retomando las palabras de la secretaria Sandoval se otorga a sí mismo el derecho de definir qué consejero de un órgano autónomo –elegido a partir de votaciones en el Congreso que sí representa a todo el pueblo (sólo para no pasar por alto ese pequeño detalle)– sí es legítimo y sí “representa a todos los mexicanos”, y cuáles no.
Concedido, que para hacer cambios se requiere cierta temeridad. Que de sólo seguir la inercia incluso se estaría en riesgo de incumplir la promesa de renovación que se votó en las urnas el año antepasado.
Pero el arrojo de los gobernantes no está siendo usado para hacer que los grandes evasores de ayer paguen hoy, o que los concesionarios del régimen prianista se ajusten a un nuevo esquema de retribución social. Nada de eso hemos visto.
Son temerarios para vapulear a las instituciones que les permitieron jugar para ganar. Pero son medrosos a la hora de desmontar los esquemas de beneficios de las televisoras, las mineras, las empresas que detentan la explotación abusiva de recursos y concesiones, etcétera.
Pareciera que al entrar a Palacio Nacional, López Obrador y los suyos encontraron los secretos de la fórmula del viejo priismo. Eliminar todo contrapeso, especialmente los construidos en los últimos treinta años, para que el nuevo reparto del poder no conozca límite. Para instalar la nueva mafia del poder.
Y si para ello hay que alimentar una espiral de descalificaciones que cancelan el diálogo o la convivencia armónica de los que no piensan igual, sea.
Pero cada umbral que rompen de lo que se suponía era una convivencia con aspiraciones democráticas, como ocurrió con el tuit de la señora Sandoval, nos acerca a una discordia peligrosa, una animosidad que las redes sociales difícilmente podrían contener en sus espacios virtuales. ¿Es eso lo que quiere el gobierno?