Según los datos presentados el lunes en Palacio Nacional, de enero a mayo de 2022 se han registrado 12 mil 737 homicidios dolosos.
La secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez, destacó ese día que, aunque el mes pasado ese delito repuntó, se trató del mayo con menos asesinatos desde 2018. Agregó que en estos “cinco meses, llevamos un promedio de 84 víctimas diarias y esto representa una reducción de 10.8 con respecto a 2021, de 13.2 con respecto a 2020 y de 10.4 respecto a 2019″.
Por esos números la Federación ve un futuro menos malo, pero es una cifra tremenda. Tan abrumadora que pareciera que a fin de no perder la razón, la sociedad mexicana bloquea el tema y pasa de largo de esa realidad.
Ese adormecimiento social, empero, revienta ocasionalmente, con muertes que sí nos tocan, como la de los jesuitas de la sierra Tarahumara.
El asesinato de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora no es la primera tragedia que nos sacude este año. El homicidio en enero de Lourdes Maldonado, periodista de Tijuana ultimada días después de su colega y coterráneo Margarito Martínez, marcó el inicio de 2022.
Ese doble crimen impactó porque los homicidios ocurrieron en el lapso de una semana, sí, pero también porque ella había denunciado en 2019, ante López Obrador, que temía por su vida a raíz de un pleito que sostenía con el entonces gobernador Jaime Bonilla, amigo de Andrés Manuel.
Escuchar en los audios de archivo a Lourdes Maldonado pedir apoyo presidencial y saber que había sido asesinada, indignó mucho más allá del gremio periodístico.
Otra tragedia que conmovió fue la de Debanhi Escobar, joven de 18 años que falleció en un paraje luego de ser dejada a su suerte por un chofer, en un caso que mostró la negligencia e ineptitud del gobierno de Nuevo León: este deceso no aclarado cristalizó la impotencia de las mujeres de un país que padecen violencia en múltiples formas y donde el feminicidio se cifra en 10 casos diarios.
A riesgo de dejar de lado otras conmociones destacables en estos seis meses, ahora estamos en medio de una nueva ola de indignación.
El asesinato de dos jesuitas ancianos ha conmovido, es evidente, porque constituyen claro ejemplo de la labor humanitaria que la Compañía de Jesús ha desarrollado en la Tarahumara. Incluso, Fernando Benítez destacó la entrega jesuita ahí en el respectivo libro de su monumental estudio Los indios de México.
Sacude también por los detalles mismos del asesinato. Cayeron cuando, en lugar de esconderse o desatender un llamado de auxilio, fueron a ver qué ocurría con una persona que también fue víctima del asesino.
Ante esos hechos, cualquier sociedad se habría sacudido. En México, sin embargo, la indignación surge tanto por la sinrazón de esas muertes, como por la indolente respuesta de las autoridades federales y estatales, que reconocen sin mayor disimulo que es el crimen, y no el Estado, el que gobierna en las sierras. Sabían, por ejemplo, que este asesino debía otra vida, pero pues pasan los años y nadie lo detuvo, ni mucho menos.
La combinación de poderío criminal, indefensión ciudadana y desdén gubernamental enerva, pero sólo estalla en forma de indignación con algunos de los miles de asesinatos mensuales.
Margarito, Lourdes, Debanhi, Javier, Joaquín y Pedro Palma –el guía de turistas ultimado junto con los jesuitas– son ejemplo de que mexicanas y mexicanos valerosos seguirán siendo fácilmente eliminados, mientras las autoridades verán como un avance que nos puedan asesinar en racimos de sólo 84 diarios.
Mañana volvemos a hablar de las grillas partidistas.