En julio el expresidente Enrique Peña Nieto cumplirá 57 años, demasiados como para considerarlo joven, insuficientes para tildarle de viejo. Un hombre, diríase, en plenitud. Pero algo hay en su autodestierro en España que no cuadra. Y que podría dar pistas de cómo llegamos aquí.
Ninguno de nuestros expresidentes pasa penurias. Varios de ellos tienen o han tenido puestos en organismos luego de haber ocupado el máximo puesto de responsabilidad pública en México. Dicho de otra forma, algunos trabajan. Otros (Fox, por ejemplo) se alquilan para diversas campañas –no es despectivo decir esto, es… trabajo–.
Rompiendo la vieja regla de que el que bailó tiene que sentarse, de preferencia calladito, Vicente Fox se mete a política no sólo vía redes sociales, y Felipe Calderón incluso publicó recientemente en Reforma un artículo donde llamaba a los partidos no oficialistas a construir una coalición opositora.
Carlos Salinas, ya se sabe, es más dado a proponer a los mexicanos temas de debate mediante libros que publica ocasionalmente. Ernesto Zedillo, en cambio, de vez en cuando se suelta en alguna conferencia o panel, pero es quizás el más refractario, salvo Peña Nieto, a opinar sobre la política mexicana.
Sí, porque de todos los expresidentes mexicanos vivos el que menos ha dicho sobre lo que pasa en México hoy es ese que abandonó el poder mucho antes de entregar la banda presidencial en diciembre de 2018.
López Obrador tiene encendida una batalla en contra de Calderón y su gobierno. Decir que es por venganza personal que se aferra a destazar un sexenio de muy insuficientes resultados no alcanza para ocultar que, haya habido o no pacto entre Peña y el tabasqueño, lo cierto es que Andrés Manuel pasa de largo de meterse con el mexiquense.
Es más, ni siquiera en el umbral de la crucial elección en el Estado de México el Presidente ha enfocado baterías en contra de quien también fuera gobernador de la entidad con la que Morena pretende iniciar el gran asalto al poder de 2024.
Y Peña Nieto corresponde a tanta, digamos, cortesía de Palacio Nacional con mutismo ejemplar. ¿Será que entendió muy bien en cabeza ajena que el Presidente de la República no toleraría eventos tipo la boda de la hija de Juan Collado, quien tras ese rumboso agape lleva tres años y medio en la cárcel?
¿O será que Peña Nieto sólo fue la cara de un momento inevitable, ese que expondría al máximo todas las limitaciones del anterior modelo? La gota que terminó por derramar los defectos de la anterior partidocracia (hoy tenemos una nueva en vías de consolidación), esa que nunca entendió que sí venía el lobo y éste se los comió.
Que Calderón haya publicado, horas antes de que García Luna fuera encontrado culpable en Nueva York, una proclama política habla de varias cosas: de que –por ejemplo– en ese expresidente todavía vive el político que fue, y que inútilmente quiso volver a ser porque desde la sentencia en Brooklyn su voz quedó devaluada.
Que tuviera que ser el expanista quien saliera con una arenga de ese tipo habla mal de nuestra oposición, pero ese es otro cuento.
En cambio Peña Nieto es un meme. ¿O siempre lo fue? Un producto mediático, de la vieja guardia priista ligada a la televisión, primero, y hoy de los chistes en redes sobre sus relaciones personales.
Los lunes, como hoy, hay un expresidente de México que no tiene que ir a trabajar. Ni en libros ni en consejos. Puede jugar golf. O no. Qué vida, qué país. ¿Qué esto, Suiza?