En una semana, el presidente Andrés Manuel López Obrador cumplirá dos años en el gobierno. En ese plazo, ha desaparecido políticas, un aeropuerto y programas que identificaron a las últimas administraciones. En sentido inverso, ha lanzado iniciativas de asistencialismo y arrancado tres cuestionadas obras que él pretende emblemáticas.
El sexenio inició con una promesa de austeridad que se ha traducido en despidos de burócratas, reducciones de salarios y asfixia institucional. Y este primer tercio ha estado marcado por una belicosidad que ahuyenta la inversión mientras socava el diálogo democrático, pues el mandatario usa cotidianamente el poder para vapulear a sus críticos –nacionales y extranjeros, mediáticos o mercantiles.
Dos años son muy poco tiempo para cambiar un país. Pero aun si concediéramos que este gobierno es más honesto que los anteriores (no se rían), sus resultados con respecto a la lucha anticorrupción son decepcionantes: hay avances en algunos de los casos más emblemáticos del sexenio peñista, pero AMLO exhibe una vara de medir muy blandengue a la hora de investigar a colaboradores y a un familiar suyo. En otras palabras, ni siquiera en el terreno del combate a la corrupción puede decirse que haya un cambio verdadero.
Lo que sí es muy distinto en este gobierno es la manera en que el Presidente abusa de su poder para atacar en público a la prensa. Es una cosa tan novedosa en las formas –la bajeza del lenguaje que utiliza, ya sea propio o citando a otros, y el aprovecharse del micrófono y los medios presidenciales– como entendible, que no justificable, en el fondo.
El Presidente ataca a la prensa porque puede. La motivación de esos ataques es táctica, pero su ejecución tiene razones prácticas. Nadie, salvo algunos periodistas, le reclamará sus excesos. Ni la oposición, ni los empresarios. Menos la Iglesia. Y aún menos sus colaboradores, que se dividen entre aquellos que espolean al mandatario para que se encarrere contra los medios y aquellos que, sumisos o calculadores, son cómplices del embate que mina la democracia. Así que ataca porque él no paga costos. Si con ello enrarece el ambiente, o pone en más peligro a periodistas en un país donde se les mata mensualmente, a él le importa bien poco.
Además, atacar a los medios que retratan las fallas gubernamentales es no sólo barato sino prioritario, dado que López Obrador tiene conciencia de que un debate sobre resultados, sobre hechos, le sería muy dañino.
Andrés Manuel no tiene resultados qué presumir de estos dos años. Hasta sus programas sociales presentan hoyos. Su política económica provocó un frenón mayúsculo, que si no ha sido más evidente es porque la pandemia terminó de arrasar con lo que ya venía de bajada. Ahí sí los contagios y la muerte le han hecho el favor al gobierno de ocultar otras deficiencias.
Frente a ese panorama, López Obrador ha elegido una lucha discursiva. Ha puesto su energía en crear y alimentar cotidianamente un cuento donde él es un madero (así, con minúsculas) desmontando un porfirismo. Donde este supuesto revolucionario tiene que lidiar con las resistencias de supuestos porfiristas: periodistas, académicos, intelectuales, empresarios.
La conferencia del viernes pasado, con la cobardía de usar las palabras de un ciudadano para no asumir las propias, será recordada como una muestra más de lo mucho que está dispuesto a hacer López Obrador a la hora de desviar la atención: no reparará en el uso de lenguaje soez si de lo que se trata es de encender los ánimos nacionalistas, de golpear con asuntos de forma y evadir entrar al fondo.
Porque aun antes de emprenderla directamente en contra de El País, diario en el que también colaboró, López Obrador atizó resentimientos que él sabe que calan hondo en sus seguidores: habló de los “afanes colonialistas” que quieren “utilizar la desgracia del pueblo de México” y “se dedican a estarnos atacando, a calumniar, todos los días”.
López Obrador apela a los resortes más básicos del resentimiento popular. Exacerba para no tener que explicar. Descalifica porque no puede con la evidencia del mal manejo de la pandemia, de las inundaciones, de la economía, de las vacunas, y un largo etcétera.
Se lanza contra algunos diarios porque sabe que las televisoras están con él, así que pretende hacer pasar como minoritarios o marginales a las voces críticas. Y lo son: porque los muchos medios electrónicos por conveniencia o miedo se le pliegan, como ante cualquier presidente priista como él.
AMLO sabe que los resultados de su gobierno son, en el escenario optimista, incipientes. Como también sabe que si la prensa hace su trabajo, se caerá el cuento de líder víctima y se verá lo mediocre de su administración: todo el proyecto correrá peligro. Prefiere destruir a los medios que aceptar ese riesgo. No parará.