Varios municipios sinaloenses, entre ellos la capital, padecen el terror de una pesadilla vuelta realidad: la guerra civil del Cártel de Sinaloa obliga a los ciudadanos a encerrarse, en lo que es el fin del mito de que existen los criminales respetuosos.
Que hay delincuentes “buenos”, o que aceptan “reglas” y se prestan a “acuerdos y/o diálogo” mientras otros son “salvajes”, fue algo tolerado, si no alimentado, por gobiernos que, en sus respectivos fracasos, hacían obvias distinciones al combatir cárteles.
La leyenda decía que, a la vieja usanza, el Cártel de Sinaloa “no se metía” con la población, que no generaba violencia pues tenía “arraigo”, que se dedicaba a sus “cosas” pero ni extorsionaba ni permitía abusos. Un cártel bueno. Casi aspiracional. Pamplinas.
Andrés Manuel López Obrador cierra el sexenio con Sinaloa en llamas. La inverosímil caída de Ismael el Mayo Zambada le estalló en medio de su fiesta de despedida. Su guion de supuestos éxitos gubernamentales, sacudido por su fracaso en seguridad.
Pero si aún subsisten interrogantes sobre cómo se urdió la llegada a una corte de Nueva York de uno de los líderes históricos del ese grupo criminal, de lo que hoy no hay duda es de que tal evento ha desatado una verdadera guerra intestina en Sinaloa.
Con esa confrontación vuela por los aires lo que restaba de la falaz idea de que estos (u otros) criminales respetan un código de honor con sus vecinos. Si, como es evidente, no honran compadrazgos ni lazos familiares, qué esperar con respecto a quienes les son extraños.
De que la gente del Cártel de Sinaloa no dudaría en recurrir a cualquier medida para salvaguardar sus negocios, es decir, su personal, sus activos y su capacidad de fuego, ya teníamos en este mismo sexenio muestras suficientes.
Desde el llamado Culiacanazo (17/10/19) todo mundo tendría que haber perdido la candidez con respecto a lo que estaban dispuestos a hacer a los habitantes de Sinaloa quienes detentan, para mal, ese nombre como marca.
Al intentar, en esa ocasión con éxito, impedir a las autoridades la captura de Ovidio Guzmán, despojaron a particulares de su propiedad, atropellaron el libre tránsito a muchos más, provocaron muertes y, por supuesto, desataron un terror que paralizó a la sociedad por días.
Y no fue, lo vimos incluso antes de la caída del Mayo, un incidente excepcional.
Se sabe que en algunas de las zonas del país donde hay “paz” en realidad lo que existe es una sumisión total a un solo ente criminal. El dominio de un grupo, que incluye la renuncia de la autoridad a imponerse, crea el espejismo atroz para creer que se está a salvo.
Las y los sinaloenses no merecen que México voltee más hacia otro lado. Los ciudadanos de a pie son víctimas del mito indolente cobijado por gobiernos como el de Calderón y el de López Obrador, tan distintos en sus presidencias y tan iguales en su fracaso.
El fin del mito del cártel bueno cae en medio del ruido de las balas. Perder así la inocencia valdrá la pena sólo si no se repite el error de volver a acostumbrarse a una convivencia que tarde o temprano se revertirá en contra de los inocentes.
Quizás había un destino manifiesto. Quienes con sangre y violencia construyeron un cártel de infama mundial estaban condenados a este desenlace de traiciones y guerra. Muerte y destrucción heredan a la siguiente generación.
Pero la comunidad de Sinaloa no tiene culpa. Por eso hay que rechazar toda declaración oficial que parezca resignación. Al crimen se le combate, sin tolerancia.